
El libro era aburrido y la casa del balneario, aletargada en la interminable siesta veraniega, me inquietaba. Intenté ser la niña dócil de siempre, aguardando el ritmo lento de los adultos para activar la tarde. Imposible. Afuera, algo me llamaba. Supongo que trataba de escapar del ático de postigos cerrados, resolver mis propios tiempos, zambullirme en el entorno libre en el que me manejaba a mis anchas.
Bajé las escaleras en traje de baño, descalza y en puntas de pie. Pasé la puerta cerrada del cuarto de mi abuela sin sobresaltos: se escuchaban sus ronquidos. Dormiría boca arriba con su libro abierto sobre la panza. Me pareció escuchar unos susurros en el cuarto de mis padres. Apuré el paso. La puerta de la cocina era silenciosa. No me delató.
El aire caliente me asaltó por sorpresa y respiré hondo. Con el corazón a mil, saqué mi bici negra del jardín -no fueran a descubrirme por el chirrido de la cadena- y la monté en la ruta. En esa época no había lomos de burro.
Pedaleando vigorosamente me dirigí a la represita donde solía reunirme con amigos. Nadie. En el apuro llegué a la otra punta de Las Flores, al borde del camino de
Un aire fresco se adivinaba bajo las copas de los árboles y el perfume de la madreselva me animaba a continuar. Sin embargo, temía. Allí nomás, el Arroyo Tarariras, dominio de
Un enorme perro negro con mirada ladina se acercó a olfatearme. Se le erizó el pelo. A mi también. Me quedé quieta. Me mostró los colmillos, a la vez que me gruñía amenazante dando vueltas a mi alrededor. Ello convocó a tres cuzcos que, enloquecidos, imitaron su comportamiento. Pensé que si a uno se le ocurría morderme, lo mismo harían los otros tres. Sin titubear, monté mi bici y escapé por la bajada. No me siguieron.
Lo supe antes de caerme. Imposible frenar a esa velocidad. Aguanté varios metros jineteando entre los pozos mi transporte desbocado ¡
Lo primero que pensé cuando me incorporé, molida, entre los juncos húmedos de la banquina fue: "
Quise pararme. La puntada del tobillo me atravesó todo el cuerpo, derribándome como un rayo. Me preguntaba si lograría arrastrarme hacia un lugar visible, pero mis pensamientos estaban confusos. Un dolor insoportable alimentaba el manto oscuro que iba nublando mi vista…
El tronar sordo me obligó a abrir los ojos; se acercaba provocando el sacudimiento de los juncos y de la tierra que, a mi lado, se iba tiñendo de rojo. Dos pies monumentales se detuvieron a unos centímetros de mi cuerpo. Miré hacia arriba. Parpadeé. La mole terminaba en una cabeza pequeña, de rostro bondadoso. Me levantó suavemente. Hamacada en la palma de su mano, la brisa cálida de su respiración entibiaba mi ser.
En pocas zancadas alcanzamos su guarida mimetizada entre la maleza. Un duende verde de grandes orejas en punta, corrió a recibirnos. "Las hierbas, rápido!
Al salir del quirófano, ya no me dolía el tobillo quebrado. Las preguntas se precipitaron cuando salí de la anestesia. ¿Quién me había llevado al hospital? ¿Quién me había hecho las primeras curaciones, limpiado las heridas, detenido las hemorragias?
“Unas gentes buenas”, contesté. Y comprendí que había entrado en el mundo adulto.