domingo, 31 de octubre de 2010

Imágenes:curvas



En la curva del vientre se acurruca el nuevo ser. Una C plácida flota en su burbuja líquida y escucha una canción de cuna. En el alumbramiento se aplana la curva cóncava. Un llanto agudo y otro de lágrimas ahogadas…

En el encuentro primigenio se amoldan sus curvas.

Ya la mínima boca va al encuentro del seno curvo. Un hormigueo deja fluir tibieza. La madre acuna a la pequeña. La escucha succionar. La siente. Le conversa bajito.

Se adoran en la simbiosis de sus curvas suaves.

Ya la niña recorre un sendero circular. Sol alegre. Luna de queso. En las mariposas, manchas de colores. Cantos rodados. Tropieza. Retorna al comienzo del camino. Al amparo de los abrazos.

Se ríen de las curvas traviesas.

Ya su cuerpo dibuja curvas. La joven explora atajos. Carriles. Espirales. Sendas. Autopistas. La atrapa la niebla de la madrugada. La devora. El mar, impotente, furioso, se estrella contra la restinga en un rugido de fiera herida. Silencio.

No más curvas.

sábado, 16 de octubre de 2010

Imágenes :esferas


Son dos esferas, se diría macizas pero no rígidas. Giran independientes; vienen y van con destellos de luz propia. Las imagino cálidas al tacto. Podría acunarlas entre mis manos. De a una. Presionarlas así, así, hasta ahí nomás, con delicadeza, con cierto temor. Se dejarían. Cambiarían de forma dentro de la contención de mis manos. Mis dedos tomarían su luz. Al liberarlas, ellas recuperarían su esfericidad. Y mis dedos, su tono deslucido.

Desaparecen juntas dejando un rastro en el aire, una niebla dulce, un aroma que me recuerda el pasado…¿Quizás un patio con membrillos en flor?

En el crepúsculo silencioso, han retornado. Giran lentamente a mi alrededor como invitándome a tocarlas. Pero solo observaré. Se acercan una a la otra. Con timidez, se rozan apenas y se separan al instante. Como que esa aproximación primera las quemara. Quedan lejos, muy lejos una de otra. Siento la necesidad de que se arrimen nuevamente. Me armo de paciencia. Espero.

Van volviendo… Sus contornos resplandecen y el fondo celestial se tiñe de colores claros. Las esferas parecen girar en sus órbitas, simulando indiferencia. Sin embargo, el magnetismo es potente y al acercarse más quedan pegadas por la periferia. Y ya no zafan. Fascinada, observo este cortejo. Ahora las dos van girando borde con borde, en movimientos acompasados. Sin separarse. Se diría un masaje mutuo. O un baile rítmico y placentero en que los contornos se flexibilizan, adaptándose el uno al otro.

Siento que estoy espiando un secreto. En un estado hipnótico permanezco estática. No hay ansiedad. Sé que sucederá. Las esferas ya no reparan en mi. Ruedan una sobre otra y sus superficies se van cubriendo de gotas de colores que el poniente fragmenta.

Se han fundido en un solo resplandor de oro. Asciende, enorme, fuerte, sobre los pinos, irradiando generosamente su claridad. Al oeste, el punto naranja se desvanece. La espuma de sal suspira al retirarse de la arena húmeda.

sábado, 9 de octubre de 2010

El hombre café


Meche me insistió. Le puse mil excusas; al final, se lo tuve que decir: que tenía cero ganas de salir.¿Qué? ¿Vas temprano a misa mañana? ­me preguntó, irónica.

Llamá a la Flaca, al Sapo, ellos se suman siempre. Además… ¿para qué?

Va Raú-úl —me interrumpió, alargando la u, con su típica mirada de costado y sonrisa pícara. Me ganó.

Así que ahí estaba yo, sentada a la barra, en la media luz del boliche; una copa de vino en la mano y un bol de castañas de cajú al alcance. Meche y el Sapo agitaban en la pista. Ella, cual Barbie aprisionada en un micro vestido dorado, daba cátedra de baile. Bien por ti, Meche, sos la abeja reina, bostecé. La Flaca, sentada en la otra punta de la barra, sacudía su melena roja ensayando su rústico portugués frente a un trío de brasileños. Con las piernas cruzadas, lucía sus stilletos de charol, bamboleando uno en la punta del pie.

Cada tanto otros amigos se abrían paso, apiñando sus cuerpos sudorosos para poder ordenar un trago. Hilvanaban frases huecas hasta quedar roncos al tratar de hacerse oír sobre la música. Mi apatía los desmotivaba. Se alejaban serpenteando, con los vasos en alto, meneándose al ritmo de alguna cumbia. Detrás quedaba la estela de perfumes de sus pieles húmedas. ¿Y si me tomo un taxi y me voy? Mientras inspeccionaba la punta de la uña donde se me había saltado el esmalte, pensé que estas salidas ya me estaban aburriendo demasiado.

Harta de mirar hacia la puerta por la cual Raúl no se dignaba aparecer, advertí que la Flaca me llamaba con señas. Le di la espalda.

Aislado en medio del barullo, me llamó la atención un hombre que tomaba café. Lo hacía lentamente, gozando cada trago. El líquido dentro del vaso se plantaba con carácter frente al aguachento ámbar del whisky. Su humo aguerrido se alzaba ante los cubitos de hielo que se iban derritiendo en otras bebidas. Mientras el cantinero cambiaba las copas a una velocidad inusitada, el café permanecía; su temporalidad, doblegada solo por ese hombre que degustaba su tibieza.

Con la mirada fija en un punto, el hombre me permitía observarlo sin disimulo. Su perfil era atractivo. Sobre el cuello de la camisa blanca remataba su pelo oscuro, en puntas arqueadas. La nariz recta denotaba personalidad. El pómulo saliente marcaba el límite de una sombra de barba. Sensual, maduro, misterioso. Como la bebida que lo acompaña. Sí. Definitivamente. Un hombre café.

¿Qué hacés, che? ¿Qué mirás? ¿Te pido otra copa? ametralló la bocaza del Sapo, tapándome la visión con su voluminoso cuerpo.

No, gracias, tengo —contesté a la última pregunta, incorporándome en el taburete para otear sobre su cabeza. Varias personas se interponían entre el hombre café y yo, lo que me daba unas ganas locas de gritarles que se corrieran; como cuando querés sacar una foto y se mete un desconocido justo adelante. El agolpamiento en la barra era feroz. El pobre Sapo se esforzaba por sacarme temas. Me molestaba su corpachón pegajoso, rechazaba su manera de reafirmar cada frase con un golpe en mi hombro. Para peor, su aliento a alcohol estaba cargado. En mala hora se le ocurrió sacar a luz mi historia con su amigo Raúl. No me dio ni para cantarle las verdades que tenía atragantadas sobre mi ex novio. Suspiré y miré el techo. Volvió a la carga, taladrándome el brazo con su índice:Pero, Cris, no podés negarlo. Raúl te mueve el piso—. Lo miré como para matarlo, así que no insistió más y se llevó su farol de whisky, volando a juntarse con la abeja reina.

Al despejarse el ambiente, busqué de nuevo al hombre café. No estaba. Eso me bajoneó más que el plantón del tarado de Raúl. No era mi noche. Pedí otra copa de vino y me la liquidé casi de un trago.

Cuando estoy aburrida tengo una mala costumbre. Me saco el anillo y lo hago girar como un trompo. Es involuntario y perdí más de uno por esa estupidez. Así, mi anillo rodó sobre la barra, quedando a un milímetro del borde; con torpeza, me estiré para alcanzarlo. Pero no llegué. Cayó. El taburete alto se inclinó y yo me desparramé en el piso. Estrepitosamente.

Unos brazos fuertes, calzados bajo mis axilas, me levantaron en un segundo. Mi cara ardía. Con su mano en mi espalda, el hombre me dirigió a una mesa alejada de la barra, en un rincón más tranquilo. Sobre ella humeaba su vaso de café negro. Fue como llegar al abrigo de un puerto.

De la nada, se apareció un mozo con una copa y una botellita de soda sobre la bandeja. Mi salvador me sirvió el agua. Al frotarme las rodillas, me miré el pulgar.

—No te preocupes. Lo tengo yo —me dijo, colocándome el anillo con cuidado. Sostuvo mi mano apenas unos segundos más, observándola como si quisiera decir algo, pero lo que haya sido quedó sin expresar.

¿Te pido un trago?

No, no gracias. Basta por hoy… ¡qué papelón! contesté, atribulada.

Todo sea por un anillo —dijo. ¿Un café?ofreció, con un cierto brillo en la mirada.

Ah, eso sí.

De frente era todavía más interesante. De unos treinta y pico. Sus facciones eran definidas; los ojos, de expresión triste, castaño oscuros; la cara, con alguna arruga gestual; el mentón, bien marcado. Hablaba con voz grave y pausada, acodado sobre la mesa. Sus manos, libres de sortijas, acompañaban con gestos varoniles. Me gustaría verlo sonreír.

¿Viniste sola? me preguntó, algo extrañado.

No, con amigos. Pero es como si estuviera... Bueno, en realidad esperaba a alguien.

Que no vino.

Exacto. Soy adicta a esos hijos de puta.

Qué lástima —dijo. Y agregó: Porque ni yo lo soy ni tú te los merecés.

El boliche se fue vaciando de a poco. Mis amigos, convencidos de que yo me había ido mucho antes, ni me buscaron. Nosotros seguimos en la nuestra: charlando, poblando silencios con miradas sugestivas.

De pronto, un fuerte olor a lavandina se esparció por el ambiente, quebrando el encanto. Nuestras miradas se soltaron y descubrimos que los mozos habían desaparecido. Hacía rato que nos tenían a pico seco y ni nos habíamos dado cuenta. Un muchacho retacón, metiendo bulla, apilaba las sillas en el fondo del local. El cajero, ya de campera y bufanda, se disculpó con las palmas hacia arriba, la cabeza de lado y las cejas arqueadas.

¿Vamos? —dijo el hombre café. Se acercó al mostrador y pagó la cuenta.

Afuera levantaba la helada.

Al cruzar la calle, me tomó el brazo apurándome para evitar una camioneta que daba vuelta la esquina. Fue una linda sensación.

Señalando un cartel, «Café Gourmet/Abierto», me invitó a entrar.

Dale.

Ahora sí que te voy a convidar con un buen café. O varios. Los que quieras —me dijo, dejándome pasar primero.

¿Qué es eso de gourmet? pregunté.

Ya vas a ver. Y esta experiencia no la vas a olvidar —afirmó, muy seguro.

—¿Ah, sí? ¡Qué suerte!dije, coqueteando.

Al abrir la puerta, nos envolvió un aroma especial: una mezcla de pan recién horneado, malta, tostados, café y un dejo de canela y roble. Elegimos una mesa apartada sobre la que caía un rayo de sol recién nacido. Pidió dos cortados «con cuerpo».

¿Vaso o pocillo? preguntó el mozo.

A él le gustaba en vaso, para ver el color del café a través del vidrio; a mí en pocillo, para no quemarme los dedos. Mirándonos sobre los bordes, tomamos el brebaje caliente en silencio.

El lugar transmitía paz. A nuestro alrededor se fueron ocupando algunas mesas y noté que todos estudiaban las cartas con detención. Calipso, irlandés, cubano, caramelo, carajillo. Una lista de nombres que mi compañero tuvo que explicarme. Su voz seductora lo llevó luego a pasearme por Colombia y Costa Rica; tórridos lugares que él frecuentaba por su trabajo en los cafetales. Mi abulia se había borrado hacía horas.

Ya hablé mucho. ¿Qué más hay de ti? dijo, de golpe, pasándome la posta. ¡Lo mío le va a sonar tan insulso! Le tiré algún dato sobre mis estudios en la facultad de Humanidades y mis dudas existenciales, tratando de zafar por el lado del humor, y me encantó que nos riéramos de las mismas cosas. Me habré tocado mucho el pelo sin darme cuenta, porque me dijo que tenía muy lindo pelo y que ese tic de retirármelo detrás de la oreja era sensual. Pero que me lo dejara tranquilo. Que estaba muy bien así.

¿Así, cómo?

Así, cayendo sobre tu cara —y me lo liberó de la oreja, rozándome la mejilla.

Ajenos los estridentes: «¡Marche un café!» de otros bares, el ritmo allí era lento. Los mozos permitían al cliente tomar su tiempo para elegir, o lo asesoraban con amabilidad. Comprendí que había entrado en un tiempo pausado, sin apremios; una cultura que ensalzaba los sentidos, que generaba un descanso en la rutina, un encuentro íntimo. Reconocí mi pertenencia a ese lugar y supe que volvería una y otra y otra vez. ¿Con él? Sí, con él. Atrás quedaba Raúl, como parte de otra vida lejana de la que me había apartado en tan solo unas horas. Algo dejé traslucir porque su mirada me acarició en una forma que percibí cargada de erotismo.

Mi hombre café se inclinó hacia mí.Te quedó bigote,—me dijo, tomando una servilleta. Sonriendo desde sus ojos, empezó a secar la espuma avellanada que delineaba mi labio superior. Yo me eché hacia adelante y, encerrada en su sonrisa cálida, le facilité la acción acortando la distancia. La chaqueta se me deslizó por la espalda, dejando mis hombros desnudos. Nuestras sonrisas se pusieron serias. En la plaza sonaron las primeras campanadas de la iglesia.

domingo, 3 de octubre de 2010

Proyecto MFB



Cuando mi marido me dejó pasé por todas las etapas. Sin originalidad. Celos, angustia, tristeza, desconcierto, extrañe, baja autoestima… Fui el manual ilustrado de los psicólogos, la tapa del libro de los psiquiatras. Tan es así, que llegó a darme más bronca percibir en los profesionales esa indolencia, ese aire de superioridad camuflado, que mis propios sentimientos de mujer despechada.

-¡Ayer, estuve a un tris de pisar a mi marido con el auto! ¡Le frené a un centímetro! – confesé un día desde el diván, esperando una reacción de espanto.

- ¿Y eso cómo te hizo sentir?- me preguntó el psicólogo con voz monocorde, escrutándome por encima de los lentes.

¡Pero, pedazo de boludo, ¿para eso estudiaste cinco años de facultad?! Huí de allí con un portazo que hizo temblar los vidrios y no volví más.

Con el psiquiatra no me fue mucho mejor. Sin embargo, habrá pensado que yo ya estaba yendo demasiado lejos porque me recetó otro Rivotril por día. Al despedirme, percibí con horror que me miraba de una forma extraña, como diciendo: ¡con razón la dejó el marido! Apenas llegué a casa telefoneé al consultorio y cancelé las próximas citas.

Solita, entonces, alcancé el próximo estadio. Nivel odio. Con mucho alivio logré vomitar toda la bilis que me envenenaba. Alfonso (vean, ya no me provoca nada mencionarlo), quedó aplastado en la juguera, triturado por la sierra de la carnicería. Dio mil vueltas en la centrifugadora, lo chupó la aspiradora, se arremolinó por el desagüe de la pileta… en fin, les ahorro algunos detalles que puedan afectar su sensibilidad. Así logré llegar a la meta deseada. Al Nirvana de las mujeres abandonadas. Al Paraíso de la mujer engañada. Alcancé, al fin, el estadio de la indiferencia hacia mi ex. Estaba curada.

Comencé entonces a preocuparme por mi misma. Lo que, obviamente, significaba que volvía a las pistas. Basta de pantuflas, chocolate y cobertores hasta el asfixie. Vengan los tacos altos, las dietas y las sábanas de seda. Fuera las uñas roídas, las grenchas despeinadas, las patas de gallo. Arriba la manicura, el corte moderno y la, shhh,… cirugía.

Así comenzó mi nuevo proyecto, o trabajo, al que bauticé Man Finding Business, (MFB) que sonaba sofisticado. Algunas amigas solteras me recomendaron programas de Internet para encontrar pareja. Pasé horas robadas al sueño llenando mi perfil con las estúpidas opciones ofrecidas. Prefieres que la primera cita sea en: a) la cima de una montaña b) buceando en un arrecife de coral c) un concierto de rock al aire libre.

El MFB era cansador, pero estaba determinada. Del trabajo corría a casa a consultar la computadora. Luego, horas de cuidadosa selección nocturna. Con el pulso acelerado de tanto café y unas ojeras que me estaban arruinando la cirugía acepté finalmente un encuentro con uno, el que me pareció más potable.

“Carlos el Agroman” pasó a buscarme en taxi (bue, desde ya, potentado no era, porque carecía de coche propio). Yo esperaba abajo vestida con un casual arreglado, o sea ni tan tan ni muy muy. La noche era fresca pero no de las peores del invierno. El tenía puesto un gorro de lana que le escondía media cara. Guantes ídem; para peor, frisados. En un minuto me imaginé violada, robada y tendida en una cuneta. Se me humedecieron las palmas de las manos. Pero mi proyecto demandaba cierta valentía. Puse cara de acá no pasa nada y marchamos para un bar. Allí se sacó el gorro. Por suerte su expresión no era la de un asesino serial. ¡Sin embargo, pasó toda la noche de guantes! Me contó que se dedicaba a arreglar trilladoras y otra maquinaria rural y yo estuve todo el tiempo creída que alguna le habría rebanado los dedos. No pude comer porque tenía cerrado el estómago y tampoco hablé porque no me dejó pasar un aviso. Solo recuerdo que yo pensaba: por favor, sacate los guantes. Primera cita frustrada.

“El Torno Feroz”, ( lo debería haber descartado solo por el nick) era un dentista que se pasó toda la cena hablando de caries, puentes e implantes. Yo escuchaba en piloto automático hasta que en un momento sentí que me subía algo ácido por la garganta. Volé al baño. Final previsible.

Por unos días abandoné la computadora. Un viernes aburrido, volví a abrir el programa. Había varios “pretendientes”. Solo uno me resultó plausible.

La tercera cita venía bien. “Juanma el Sibarita” me llevó a cenar a un restaurante muy chic en Ciudad Vieja, del que era habitué. Le permití ordenar del menú. Para la entrada, sugirió unos tomates perita rellenos de alcaparras, que afirmó eran una especialidad. Los músicos tocaban una melodía romántica y el ambiente era propicio para algún tipo de encare. Solo que cuando pinché el tomate con el tenedor, el muy maldito resbaló y salió disparado a aplastarse y escupir toda su salsa sobre el pantalón beige de mi compañero. Fin de la magia.

Anoche fue el acabóse. “Pablo Picapiedra” me pasó a buscar a la hora convenida. Me llamó la atención que enfilara raudamente hacia Hemingway, un restaurante sobre la colina, con una vista fabulosa de la bahía y las luces de la rambla. Claro, lo que nunca me imaginé es que eligiera, en la noche gélida, una mesa afuera, sobre la terraza ventosa. No quise poner peros y al principio me aguanté el frío estoicamente. Pero pronto me empezó a temblar la quijada y no lograba articular bien las palabras. Los pelos de mis brazos estaban totalmente erizados, aún debajo del tapado. El peinado de peluquería había sido plata tirada a la calle. En cambio, todos los comensales adentro parecían estar a gusto: disfrutando de la buena comida y la calefacción. Tímidamente, sugerí entrar.

-No, estamos bien aquí,- sentenció Pablo Picapiedra.

-Pero se nos va a enfriar la comida, -insistí.

No hubo caso. Luego de unos ñoquis helados, con la nariz roja y sin sentir mis pies le pedí que me llevara a casa.

La luz roja del teléfono tintinea. Hay un mensaje. No me lo puedo creer. Es el número de Alfonso. Insólito. No lo recojo. Imposible parar de tiritar.

Hoy no pude ir a trabajar. Estoy metida en la cama con bolsa de agua caliente y tengo el pecho untado con pomada de eucaliptos. Mientras los Kleenex mojados se van amontonando en la papelera me pregunto si Pablo Picapiedra tendría alguna razón para no querer mostrarse conmigo. O si sería un sádico que me quiso matar de frío nomás. Lo único que sé seguro es que mi proyecto MFB está liquidado. Over. Finito.

Suena el teléfono. Es del celular de Alfonso. No atiendo. Sigue sonando insistentemente. Quito el tubo de la base. Colgó.

viernes, 1 de octubre de 2010

Perfil griego


Hace unos días fui a buscar a los perros para sacarlos a pasear. Desde que me mudé a un apartamento y los tuve que dejar en un pensionado,yo soy la paseadora.
Tengo dos Labradores: padre e hijo. Jagger era el perro de Gabriela, mi hija mayor; ella lo eligió de cachorrito y le puso el nombre. Ahora está medio viejito, con barba blanca y cataratas en los ojos. Indio tiene 4 años.
Había puesto una sábana en la parte de atrás del auto, pero al treparse ellos la arrollaron toda en su alegría. El olor tan fuerte que ellos despiden imposibilitaba el viaje con las ventanillas cerradas. Hacía mucho frío y yo vestía ropa abrigada, con pantalones viejos porque siempre vuelvo decorada con las huellas de mis negritos. "No me saltes, Indio",digo, pero no hay caso.
Al llegar a la playa, los perros bajaron intempestivamente, casi llevándome por delante. Son tan fuertes que apenas un coletazo puede inestabilizarte.
La playa estaba desierta, como de costumbre en esta época del año. Por lo menos brillaba el sol y el viento se podía aguantar. Los perros correteaban a sus anchas, ladrando y persiguiendo a las gaviotas. El chillido de éstas los excitaba aún más. Yo no le sacaba la vista a Jagger, porque últimamente me da miedo que se pierda. Indio me traía todo el tiempo un palo para que se lo tirara , pero yo no le daba demasiado corte porque si lo hago se enloquece y no para de insistir. El igual se divertía subiendo y bajando los médanos y yo pensaba que su brío era envidiable. Jagger, más tranquilo, olisqueaba todo y comía alguna porquería que preferí no averiguar.
Más de una vez se metieron en el mar y nadaron unas brazadas, ( ¿o patadas ?), sacudiéndose profusamente al salir. Yo me alejaba de la orilla. El frío lo toleraba, pero no que me agregaran una mojadura. En una de esas incursiones, noté que Jagger salía enseguida, rengueando. Se sacudió, largando mil gotas al aire y luego comenzó a lamerse la pata delantera, intentando también mordisquearla como para quitarse algo que le molestaba. No podía y comenzó a gemir.
Corrí hacia él y, agachada a su lado, me puse a investigar la causa de su dolor. "Ah, es una espina, quietito que te la voy a sacar," le dije y pegué el tirón. Al levantar mi cabeza, el hocico de Indio, que llegaba como un bólido, me dio con todo en la base de la nariz. Lo que recuerdo del encontronazo es que ví puntitos negros. Que se transformaron en manchas oscuras. Que las piernas no me respondieron .Que pensé: no me puedo desmayar acá…

Cuando volví en mi estaba en la ambulancia de la emergencia médica. El médico me hizo preguntas que yo logré contestar coherentemente, pero con esfuerzo. Me costaba respirar pero me dijeron que no me preocupara, que era por las mechas en la nariz. Me aliviaron un poco con una inyección de algún medicamento potente.

En la comisaría, el encargado de la pescadería "La Virazón" declaraba:
-Yo estaba limpiando corvina cuando escuché los ladridos. De primera no hice caso porque estaba atareado. Pero los perros estaban como locos. Entonces subí al médano y vi que había una mujer tirada cerca de la costa y que dos perros corrían alrededor. Desesperados estaban los bichos. Entonces corrí para la playa. La señora estaba desmayada, o parecía y a lo primero los perros no me dejaban acercar. Me gruñían. Pero les fui conversando y me dejaron. Le hablé a la señora, pero nada. Tenía la campera blanca todita manchada de sangre. La nariz la tenía media torcida y los labios estaban azules, así de hinchados. Yo la agarré por los brazos y la corrí un poco para adentro porque la marea estaba subiendo. Cuando estaba en eso le sonó el celular. Se lo saqué del bolsillo y atendí ¿qué iba a hacer? Era uno de los hijos, me dijo, y le expliqué todo. Y bué, me encargó que no la dejara sola y la dirección para mandar a la emergencia y bué…, así fue nomás. Y, nada, cuando aparecieron los dos muchachos, los perros quedaron tranquilos. Juan, el veterinario, el que tiene el pensionado aquí cerquita, los vino a buscar.-

Todos me dicen que la nariz me quedó muy bien. Más de uno, de esos que hace tiempo no me ven, sospechan que me hice una buena cirugía estética. Me da pereza contarle a todo el mundo que este perfil griego se lo debo a mi querido Indio.