martes, 1 de noviembre de 2011

¿Y nosotros...?


Franco ordenó su segundo capuccino y miró el reloj por enésima vez. Sabía que era inútil enojarse, porque Ana no iba a cambiar nunca. Quizás fuera esa misma libertad de vivir sin ataduras a los tiempos ajenos, lo que más le atraía de ella. Una vez su amigo Kurt le había dicho con orgullo que la puntualidad del soldado alemán era “ni cinco minutos antes ni cinco después”. Últimamente cada día recordaba el comentario de Kurt. En eso, únicamente en eso, Franco se sentía un poco soldado alemán. No por opción propia, sino por los años de matrimonio con Mara: la inflexibilidad absoluta en cuanto a horarios de parte de ella, cronogramas forzados por su abundante cantidad de pacientes de psicología que eran absolutamente necesarios para mantener el presupuesto de la casa.

El capuccino estaba muy caliente. Franco pensaba que hubiera sido lindo que aunque fuera por esa vez, Ana hubiera llegado en hora. Estaba ansioso por verla y comentarle su decisión. Recordó el momento exacto en que la había tomado. Intentaba esculpir la cadera de una campesina de la Normandía. Había luchado toda la mañana con la frustración que le provocaba no poder capturar la forma que requería la imagen grabada en su cabeza: la amplitud décontractée, aquella sensación de mujer fecunda, apegada a la tierra. En el momento en que casi lo lograba, le sonó el celular. Al atenderlo, Mara ni lo dejó hablar. Lo ametralló con preguntas: si seguía en el taller, porqué no había avisado de la demora, si pensaba ir a almorzar y casi sin escuchar las contestaciones le advirtió que si no llegaba en diez minutos ni se le ocurriera aparecer porque ya no habría almuerzo. Fue cuando ella le colgó que Franco tomó la decisión. Sin pensarlo más. Le pareció clarísimo.

Ahora entraba Ana, con ese paso que era casi un balanceo a un lado y otro. Vestía una túnica blanca de bambula hasta el piso, que a contraluz permitía ver sus piernas fuertes y bien contorneadas y su ropa interior de color oscuro. Colgaba del hombro su típico morral, hecho a mano con guardas pamperas. Franco le había regalado una cartera muy linda de cuero para un cumpleaños, pero ella jamás la usaba. Un día ella le había dicho que su morral era su ropero ambulante y que le daba pereza hacer el cambio de todos sus petates.

Franco se levantó de la mesa y tomándola de la cara le dio unos besos efusivos de cada lado de la boca.

—Tenía un jarrón en el horno —dijo Ana. —Es de un alumno y le dio mucho trabajo.

Cuando se acercó el mozo, Ana ordenó un cortado y una media luna rellena. Comentó que no había tenido ni tiempo de almorzar. Hablaron un rato de temas en común, sobretodo de lo que tenía que ver con la gente de la galería donde trabajaban y de la exposición que planeaban juntos para principios del mes entrante. La iban a hacer en el patio de la galería y estaban todos muy pendientes del pronóstico del tiempo.

—¿Tú no estás un poco desabrigada? —preguntó Franco —porque todavía está fresco.

El mordisco que Ana le había dado a la medialuna quedó como suspendido una milésima de segundo. Luego ella reanudó la acción y, con la boca llena le dijo:

—¿Te fijaste que siempre que me pongo esta túnica me preguntás lo mismo? Siempre.

Al decirlo pretendía sacar una servilleta pero salían pegadas unas a otras. Franco sonrió, viendo que ella no atinaba a cortarlas y le sostuvo el servilletero, alcanzándole las servilletas de a una.

—Me gusta cómo te queda, es muy sexy. Bastante transparente también, a trasluz digo.

—Ya veo: te molesta que se me transparente. Para mí que hay algo subconsciente. Habría que preguntarle a tu mujer, ella es la experta…

—Hablando de Mara

—Pero te voy a decir algo, —interrumpió Ana —no me pienso poner este vestido con algo abajo, perdería toda la gracia.

—¡Pero si yo no te lo critiqué! Au contraire. Cortemos con eso por favor.

Ana sacudió sus profusos rulos como asintiendo de poca gana y, suspirando, se puso a inspeccionarse las manos y las uñas. Siempre se encontraba algún pedacito de arcilla y ese día no fue la excepción. Se quejó de que por más que se lavara las manos, siempre quedaba algún resto y luego miró a Franco a los ojos. El le tomó una mano entre las suyas y le dijo:

—Ana, hoy es especial.

— Uy. Sabés cómo soy para las fechas ¿Me olvido de alguna?…

—Pas du tout. Lo que te quiero decir es que hace unas horas tomé una decisión. ¿Te la imaginás, no?

—Ni me digas ¿Te volvés a París?

—No, Ana, no. Pero me voy de casa sí, porque quiero que vivamos juntos. No soporto más a Mara, no soporto más estos encuentros furtivos, te extraño demasiado. Cuando te fuiste afuera para las vacaciones de julio creí enloquecer.

Ana retiró su mano abruptamente y se cubrió la boca con las manos.

—¿Pero, qué te pasa? ¿No estás contenta?

Ana suspiró y miró hacia afuera por la ventana. Una mujer mayor bajó de un auto y quedó saludando al conductor hasta que dio vuelta la esquina. Luego la señora se metió en la mercería. Una niña pasaba pegando saltitos, como un pájaro.

— Las veteranas y las niñas…—susurró Ana, meneando la cabeza, como siguiendo un hilo de pensamiento.

—¿Pardon?

— …quizás sean las únicas mujeres felices… o contentas como decís tú.

—Todas pueden intentarlo y tú más que muchas.

—No soy una de tus esculturas, Franco.

Mais bien sur! Me duele que digas eso.

—Es que a veces hay cosas que…. Años llevamos tratando este tema. Ahora, de golpe, Mara se terminó ¡Vamos arriba con Ana! A ver ¿qué será? ¿ de bronce, granito, piedra, mármol? ¿Y a Luisito lo separo del padre y ya está? No puedo, Franco.

—¿Quién habla de separarlos?

—Hay ciertas cosas que tú no podés entender. Las vacaciones de julio. Exacto.

—Me dijiste que me extrañaste.

—Sí, claro que te extrañé pero también fue un placer ver a Luisito salir de madrugada con el padre a juntar las vacas para el ordeñe, quedarme calentita en la cama, a la vuelta prepararles el desayuno…

—Hubiera sido importante que me lo comentaras. Siempre pensé que estabas segura de dejar a tu marido.

—No existen las seguridades, Franco. Ni las ganas de hacer esto o aquello y hacerlo así nomás. ¿Te fijaste en esa niña que pasó recién? Tenía ganas de saltar y saltaba. Aún si se hubiera puesto a hacer ruedas de carro de aquí a la esquina a nadie le hubiera llamado demasiado la atención, como máximo hubiera provocado unas sonrisas; pero nosotros no somos niños…

Franco sintió un vacío repentino en la boca del estómago, que le dolía como si le hubieran dado un puñetazo. Se quitó los lentes y separó la silla. Cruzó los brazos observando a Ana con la cabeza ladeada y un escozor insoportable en los ojos. Se hizo un silencio largo. Ana revolvía mecánicamente la taza vacía.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Querés ser la eterna heroína sacrificada de la historia, Ana? Y nosotros ¿dónde quedamos?

—Claro, para ti es tan fácil: los amantes huyeron juntos, fueron felices y comieron perdices… ¡Por Dios, Franco!¿Y mi hijo? ¿Él donde queda?

Ana apoyó los codos sobre la mesa y se sostuvo la cabeza con los dedos en la frente y los pulgares en las sienes. Cerró los ojos, queriendo acomodar los pensamientos que se le agolpaban como caballos desbocados. Los rulos desmarañados le tapaban parte de la cara. Esta vez Franco no pudo quebrar el silencio. Pero supo en ese mismo instante que un día iba a crear una escultura especial. Sería su obra máxima, una verdadera obra de arte y se llamaría “La femme en doute”.

lunes, 12 de septiembre de 2011

El ascensor


Es casi imposible alcanzar el piso treinta en un viaje de ascensor tranquilo y solitario, ya sea de ida o de vuelta. En estos cinco años que llevo trabajando en la Agencia de Publicidad (el primer empleo desde que dejé la facultad) solamente recuerdo tres veces en que pude lograrlo: una mañana de paro general, una tarde en la que hubo huelga de transporte y antes de ayer, cuando se jugaba la final de la Copa América.

Si llego temprano, siempre espero la mejor oportunidad para meterme sola en esa caja de acero. De todas maneras siempre hay alguien que sube en algún piso intermedio y no solo me impide batir mi propio récord de viaje en solitario, sino que interfiere en la intimidad de mi diálogo con el espejo del fondo. Lo que me da más rabia es cuando el pasajero no va en la misma dirección que yo.

—¿Baja? —pregunta, al abrirse la puerta.

—No, subo —contesto.

—Ah, no importa, la acompaño. Después bajo.

He notado que generalmente los que tienen esa mala costumbre son hombres. Las mujeres en general esperan el otro ascensor, o que ese mismo vuelva a su piso.

Hoy, en cambio, fue un día atípico. Como llegué muy sobre la hora, tuve que esperar para hacer el viaje en ascensor con todos los otros que, en la planta baja, miraban los números luminosos sobre la puerta:10, 9, 8… A los dos yuppies de portafolios lustrosos (con el mismo logo de la misma marca) los tengo de vista. Trabajan en “R & M and Co.”, en el piso 29. No son ni Randall ni Mackenzie (ni Co.), pero se dan tanto autobombo como si fueran los dueños de la mega empresa. Los dos dejan los autos -tan lustrosos como sus portafolios- en el mismo parking que yo, pero a mi pobre escarabajito le debe de dar complejo cuando lo estaciono cerca de ellos, así que trato de evitarle esa situación incómoda y lo dejo en el estacionamiento del tercer subsuelo (donde, además, cobran más barato, porque no hay demanda). Estos dos tipos me hacen acordar a mi hermana menor cuando dice que algún agrandado “se comió una estrella”. ¡Para mí éstos se comieron el firmamento!

La vieja paqueta del 29, con su infaltable perrita histérica, estaba adelante mío. Ella es una especie de Duquesa de Alba, con menos títulos y dinero pero con el mismo porte y la misma cantidad de cirugías.

Al lado de los yuppies se paró un hombre de pelo oscuro, -le calculé unos treinta años-, con muy buena pinta. Vestía traje azul y camisa celeste de cuello y puños blancos. Me llamó la atención una cicatriz que tenía sobre la frente, como en diagonal desde la sien hacia la entrada del pelo. Se me ocurrió que se le destacaba más porque tenía la piel bronceada, pero no desmerecía su aspecto para nada.

Cuando llegó el ascensor, los yuppies dejaron pasar a la “Duquesa”, que levantó a la perrita en brazos. Después se abalanzaron. Tuve ganas de decirles que eran unos maleducados, que yo también soy mujer, pero ¿qué iba a ganar? es más, si no se disculpaban, me iba a dar más bronca. Por suerte el de traje azul se hizo ostensiblemente a un lado y me hizo un gesto como para que entrara primero.

Uno de los yuppies apretó el botón del 29 y yo el del 30. La Duquesa ni se inmutó. Ella no se rebaja a marcar el piso. Hasta creo que si no va nadie al 29, el ascensor se le detiene solo. Dicen que vive hace años en este edificio, (de los primeros que se llamaron rascacielos), mucho antes de que transformaran la mayoría de los apartamentos en oficinas.

El morocho pintún no apretó botón, y como yo había quedado al lado de la botonera, le pregunté:

—¿A qué piso?

—Está bien. Voy al mismo que tú —me contestó.

Cuando estaba por cerrarse la puerta, el muchacho del delivery de la esquina, metió la pierna. El gorro con visera y la camisa, ambos de un verde chillón, decían en letras enruladas: Chividel. Traía un paquete grande que inundó todo el ascensor de olor a chivito con fritas.

—Ah no, no, usted tiene que tomar el ascensor de servicio, ya lo sabe —dijo la Duquesa.

—No funciona, señora. ¡Y se imagina que no me voy a subir 29 pisos por la escalera!

La puerta se cerró y el ascensor hizo ese ruido que no me gusta nada: como si lo aspiraran de golpe.

—¡Malenita, Malenita! ¡Basta de olisquear esa asquerosidad! —retó la Duquesa a la perrita, dándole una suave palmada en el hocico y sosteniéndola firmemente contra su amplia pechuga. El bicho inmundo, puro oreja y ojos, se quería tirar en paloma sobre el chivito, y cuando se vio acorralada contra el saco de piel, comenzó un gemido lastimero.

—Sosténgala fuerte. Lo que me falta: que una perra se me morfe el pedido. ¿Después cómo convenzo al Gallego de que fue una perra bonsait? —dijo el muchacho.

—No sea irrespetuoso ¡eh! —se encolerizó la Duquesa. —Además, para su información, se dice bonsai. —agregó con aire ofendido.

El muchacho se puso a silbar una cumbia, mirando para arriba y tamborileando con los dedos de la mano libre en la pared del ascensor.

—…y en el hoyo 9 le pegué mal y se me fue contra el árbol y ahí para mi, fue justo ahí que

—perdiste el partido —siguió el otro yuppie. Parecían los sobrinos del Pato Donald. Uno hablaba y el otro terminaba la frase. Tal cual. Paco y Luis.¡Desde la planta baja que venían comentando el partido de golf del día anterior!

El morocho de traje azul había intercambiado una mirada conmigo que interpreté como de cierta complicidad, como un mensaje de que éramos una isla en nuestro mutismo dentro del ascensor. El olor a chivito me estaba dando vuelta el estómago, por lo que me acerqué disimuladamente al hombre morocho, que tenía una loción muy fresca y agradable.

—Nos podemos encontrar en el “Bar

—Golfista” —terminó la frase Paco—. A las seis

—Podríamos invitar al Viejo Mac a jugar con nosotros el torneo del sábado.

—Porque del foursome de él ¿quién queda? Symonds está en la lona.

—Con un Alzheimer galopante, y los Randall se fueron a Escocia.

—Buen momento entonces para encararlo por el proyecto.

—Ahora que el cascarrabias de Randall se fue, ¿viste que el viejo está más abierto?

—¿Y cómo está Tom Mackenzie? —los interrumpió la Duquesa.

—Bien, bien —contestó Paco.

—Con algún achaque por la edad, pero bien —agregó Luis.

—Siempre fue una fiera para los negocios y todo un gentleman. Salúdenlo de mi parte, —dijo la Duquesa.

No sé si fue ese intercambio que la distrajo y aflojó un poco a la perrita, pero en el momento en que el ascensor paró en el 29 –algo más bruscamente que de costumbre-, la Malenita se le zafó de los brazos y se prendió con los dientes del paquete del muchacho, que estaba totalmente distraído, antes de caer parada en el piso sin liberar su presa.

—¡La puta madre! ¡Dame eso! — vociferó el muchacho, en el momento que se abría la puerta automática.

—¡Malenita, vení! —llamó desaforada la Duquesa.

Los yuppies también bajaron corriendo: con estilo, como si se entrenaran para una maratón.

Antes de que se volviera a cerrar la puerta, el morocho y yo, muertos de risa pudimos obtener un vistazo de la loca carrera por el palier: Malenita ganaba por lejos, sosteniendo entre los dientes los piolines del paquete, atrás iban primero el muchacho, en una sola puteada, después los dos yuppies y última la Duquesa, que parecía que le iba a dar un infarto.

En los próximos días, el incidente dio que hablar a todos los vecinos del edificio, y como muchas historias sufrió deformaciones y adornos de cualquier tipo. Ni Gonzalo -así se llamaba el morocho- ni yo, testigos oculares del hecho, sabemos el verdadero desenlace. No nos hemos vuelto a encontrar con los protagonistas, pero por suerte nosotros sí hemos coincidido en el ascensor varias veces desde ese día. El tiene negocios con mi jefe así que está viniendo seguido a la Agencia. Ya no hago cuestión de viajar sola. Al contrario, es un placer encontrarme con Gonzalo y siempre tenemos un tema para conversar en los viajes desde y hacia el piso 30.

martes, 21 de junio de 2011

Entre dos luces

La muchacha decía que pescar desde la costa le resultaba aburrido. Por eso habían comprado la lancha, una buena lancha. De motor potente dijo el hombre.

Hacía unas horas que estábamos en el boliche, sentados frente a la ventana que daba al mar. La puesta de sol había sido entreverada, nubosa. Se avecinaba mal tiempo.

Yo vivía en el velero y ellos amarraban al lado; los veía salir de pesca casi todos los días —El hombre frenó en ese punto, como queriendo recordar un detalle relevante de la historia que no alcanzaba a terminar—. Ella me hacía acordar a la morocha que yo había amado, una mujer del bajo agregó, subrayando la frase con unos tragos.

Después retomó lo que venía repitiendo desde el momento que se le había soltado la lengua, unos cuantos vasos de grapa atrás. Que esa madrugada fría de mayo había sido la única vez que la chica había pisado el velero. Que le había confiado lo que hizo porque estaba desesperada. Que le había rogado que no lo fuera a comentar nunca. Con nadie.

En la luz tenue del crepúsculo, nosotros lo mirábamos sin hacer preguntas. No servía de nada apurarlo. Aniceto lo había intentado un par de veces, pero el hombre había seguido su monólogo, sin contestarle. Al final, aburrido, se había ido a jugar al pool y nos habíamos quedado los tres: el extraño, mi compadre Juan, y yo.

¿Se sirve otro, Silveira? —le preguntó Juan.

No sé de dónde sacó Juan que el forastero se llamaba así, pero desde ese momento pasó a ser Silveira.

Lo que yo había conseguido entender era que ese día la muchacha había salido en la lancha muy temprano en la madrugada. Iba con un tipo, que no era su marido. Era un hombre de complexión fuerte, que llevaba parte de la cara cubierta con una bufanda gruesa. Según Silveira, era un tipo turbio.

Antes del amanecer, había regresado sola al puerto. Se la veía torpe, distinta. El lugar estaba desierto y un viento intenso zarandeaba los barcos. Como ella no lograba amarrar, Silveira la había ayudado. Fue entonces que notó que ella estaba llorando. Cuando la muchacha bajó al muelle, tiritaba y se había puesto muy pálida; entonces Silveira la había invitado al velero. Le puso una manta por los hombros y le preparó café. Luego de varias tazas, la chica aún no había logrado entrar en calor, por lo que Silveira la instó a probar su licor casero. De a poco ella se había ido aflojando, quizás alentada por esa actitud protectora, hasta que por fin pudo desahogarse, confiándole el terrible secreto.

Le serví más grapa a nuestro invitado circunstancial, animándolo a continuar. El hombre tomó unos tragos y se armó un cigarro en silencio. Con las primeras pitadas, mantuvo la mirada fija en el cartel de afuera. Era una tabla de madera que decía: El Bucanero, colgada de un poste como los que dibujan los niños para jugar al ahorcado. Yo ya me había despachado dos vasos más cuando Silveira me apuntó con el índice y, mirándome fijo, soltó:

¡Usted sí que entiende!

De reojo vi que a Juan se le bajaban las comisuras de la boca, desconcertado. No creí oportuno contestarle y Silveira volvió a hilvanar, o a intentar hilvanar, el cuento. Dijo que había conversado algunas veces con la pareja. En realidad, había conversado mucho más con ella que con el marido y, en una ocasión, le había indicado cómo hacer corvina a la vasca. La chica se mostraba cordial con Silveira, pero algo en ella le resultaba enigmático y hasta desvalido. En verano usaba bikinis diminutos que exponían un cuerpo menudo, casi como el de una niña. La morochita le resultaba agradable y no podía evitar mirarla con la ternura que le provocaba ese aire angustiado, por momentos indefenso. No le había dado la impresión de que a ella le gustara mucho tomar alcohol. En cambio el marido le daba al trago y Silveira lo había oído insultarla en varias oportunidades. También estaba convencido de que él le pegaba, pues la chica aparecía cada tanto con sombreros de ala ancha y grandes lentes de sol, y por esos días se mostraba distante con Silveira, manteniendo la cabeza baja sin detenerse a conversar, como avergonzada.

Una tarde Silveira estaba limpiando la cubierta del velero cuando la pareja pasó por delante, enfrascada en una discusión. Ni lo habían saludado así que Silveira continuó en lo suyo, pero pudo escuchar que el marido le recriminaba algo. Ella lo acusó de estar totalmente borracho. Eso lo puso furioso, tanto que de un empujón la mandó contra la baranda, haciendo que se le desparramaran todos los pescados que llevaba en un canasto. Algunos coleteaban cuando Silveira se acercó para ayudar a juntar la pesca. Ella le dijo muy atribulada:

Gracias. Deje, deje, no los llevo y salió disparada hacia el auto.

Antes de que su marido la alcanzara, arrancó y se fue a toda velocidad. Él quedó insultándola a los gritos, en el extremo del malecón, y finalmente se metió en un bar. Varios filetes de corvina siseaban en el aceite cuando Silveira lo vio salir y meterse en un taxi. Al poco tiempo pasó aquello que la muchacha le pidió a Silveira que no contara.

Silveira recordaba un domingo, uno de esos agradables de fines de abril, cuando vio a la muchacha con aquel otro tipo. Los domingos él visitaba a su hermana, que vivía cerca del parque, y almorzaban juntos. Berta le preparaba ricas pastas. Eso sí, mientras ella amasaba, él tenía que sacar al perro y esperar que hiciera sus necesidades. Ese día Capitán demoraba. Olfateaba los árboles, levantaba la pata aquí y allá, pero de lo demás, nada. En eso comenzó a ladrar. Tironeaba de la correa, queriendo adentrarse en la parte tupida del parque. Entonces Silveira vio qué era lo que le llamaba la atención: dos personas ocultas en la arboleda. A ella no la hubiera reconocido de no ser por ese pelo ondulado y espeso que le asomaba debajo del gorro: igualito al de la morocha que él había amado. El hombre era alto y fornido. Le extrañó que en ese día templado llevara una bufanda gruesa. Ella le entregó un dinero que él contó rápidamente y se metió en el bolsillo. Enseguida se alejaron en direcciones opuestas. No repararon en Silveira.

Aniceto plantó sobre la mesa unos buñuelos de camarón y otra botella de grapa. Dijo que convidaba con esa vuelta y se fue a terminar el partido de pool. Juan se apuró un par de vasos más y muy pronto quedó dormido con la cabeza contra la pared. De a ratos roncaba.

Pensé que Silveira terminaría la historia, que podría aclarar de una buena vez los sucesos de aquel día.

¿Cómo me dijo que se llamaba usted? me preguntó de golpe, con los ojos entrecerrados por el humo del cigarro.

Juan.

¿Cómo?¿Juan no es él? y señaló a mi compadre, que emitió otro ronquido carrasposo.

Sí, somos tocayos. Yo soy Juan Vicente agregué, porque lo vi confundido y quería que se enfocara en la historia.

Bueno, si no le importa le voy a decir Vicente me dijo, arrastrando bastante las palabras—. Le contaba, Vicente, le contaba… ¿qué era? Ah, sí, que la muchacha me pidió que yo no dijera nada. Y cuando vinieron éstos, ¿cómo es? los que investigaban el crimen, decían que el asesino estaba identificado, pero que no lo habían podido atrapar. Insistían que había sido un crimen por encargo y que alguien lo tenía que haber ayudado a escapar. Por mar, entiende, porque las carreteras se habían bloqueado apenas apareció el cuerpo.

—¿Qué asesino, qué cuerpo? —dije.

—Sí, eso mismo les pregunté yo. “¿Usted no se enteró que asesinaron al dueño de la embarcación de al lado?”, dijeron. Estuvieron bastante rato conmigo; me hicieron unas preguntas y después me comentaron algunas cosas más que habían descubierto…

—¿Qué sabían de ese matrimonio?

—Él venía de una familia adinerada de ahí cerca. Ella no, ella era del norte. “Una chirucita del norte”, dijeron. Esa fue la palabra que usaron, entiende. Chirucita. ¡Qué mala leche esos tipos!

—Le habrán dicho de qué pueblo, algún otro detalle

—Ahí fue que me preguntaron si alguien la había usado. La lancha ¿me entiende, Vicente?

—¿Y usted qué contestó?

—Dije que no. ¿Qué más iba a decir? Que hacía días que estaba anclada. Que la última vez habían salido de pesca como siempre, la muchacha y el marido. Silveira se despegó el tabaco que tenía pegado al labio inferior y siguió:

Mentí, Vicente. Mentí porque ella me caía bien. Ella, sí. Preciosa la chiquilina. Él no, él se lo merecía: era un abusador, un cretino. ¡Un hijo de puta!

Dio una última pitada al cigarro y lo aplastó con vehemencia en el cenicero repleto. Los ojos se le habían hundido en la cara, como si el cansancio lo hubiera invadido al punto de agotamiento. Calló.

El taco pegó en la bola, ésta rebotó en otra y rodaron por el paño. Al caer por la tronera, el ruido espantó a un gato atigrado que curioseaba en la ventana. Aniceto festejó el triunfo con una bulla bárbara. Yo seguía pendiente de las palabras de Silveira, pero me estaba resultando difícil seguir el hilo.

Ay, aquella otra morocha —dijo con aire nostálgico.

—¿Cuál?—atiné.

—¡Qué mina! Yo hacía cualquier cosa por ella. ¿Entiende, Vicente? Todo. Hasta permitirle otros favores…Bueno, usted me entiende…Con tal de estar con ella, yo le permitía todo, ¿me entiende, Vicente?

La verdad que no. No entendía nada ya. Incliné la botella de grapa sobre el vaso de Silveira, pero se me derramó casi toda sobre la mesa.

—Todo menos eso. Con él no continuó, mirando hacia abajo y sacudiendo la cabeza—. Y ella lo tenía bien claro. Por eso me lo confesó mientras yo estaba de espaldas, aprontando el mate. No le contesté y entonces empezó a gritarme: “¡Aceptalo de una vez! Te tenés que ir. Tu hermano te va a matar. ¡Andate de acá!”. Yo seguí llenando el termo, tratando de serenarme, pero me temblaba el pulso. “Mi hermano es un vago, un borracho que te va a cagar a trompadas. Capaz de hacerte perder ese embarazo que decís que tenés. No lo conocés, nena”, le advertí. “No me importa, yo lo quiero”, dijo. Ahí fue que me di vuelta de golpe y sin pensarlo levanté el brazo. Ella reculó, tropezó… no sé… Lo del termo no sé cómo pasó… Fue sin querer ¿me entiende?

—¿Pero qué pasó?

—¿No era que ella no quería verme más? Bueno. Ahí quedó tirada. A los gritos. Yo salí corriendo. No pensé nada ¿entiende? Me subí al barco, arranqué para el sur y no volví más al pueblo. Bueno, una vez volví, por un rato nomás.

—¿Se encontraron?

—Estaba oscureciendo. Me paré en la esquina del rancho y no tuve que esperar mucho. Había llovido. Ella venía cargada de bolsas, esquivando los charcos. Estuve a punto de cruzarme delante, pero en eso apareció una niña, corriendo. Se dieron un abrazo, ahí nomás al lado mío, y la niña la ayudó con las bolsas. Ni me vieron. La gurisita era un calco de ella. Bueno, de ella como era antes, me entiende: linda, morochita, de pelo ondulado. Pero ella, ay la cara…¡por Dios, Vicente!¡Qué espanto! No me quiero ni acordar. Lo que vi me bastó, entiende. Fue hace tiempo.

Yo quería hacerle una pregunta. Una pregunta importante que se me escapaba. Me llegaba a la mente como envuelta en la bruma del amanecer y cuando quería formularla, me lo impedía la lengua espesa, atrabancada.

Con su permiso dijo de pronto Silveira. Se levantó y fue al baño, apoyándose en los muebles. Aniceto pasaba un trapo por las mesas vacías cuando miré el reloj. No recuerdo la hora, pero sé que envidié a mi compadre, imaginándolo cómodamente dormido en la cama. Juan me había dejado mano a mano con Silveira hacía rato. Lo que quedaba del trasfoguero despedía olor a quemado y el boliche se estaba poniendo frío. Me puse el buzo.

Pasó un tiempo antes de que Silveira reapareciera. Cuando volvió tenía el pelo empapado, las canas lacias aplastadas hacia atrás. Su cara era pura ojera y la mirada, esquiva, diferente. Se sentó a la mesa y se puso a armar otro cigarro, en un silencio que de pronto percibí cargado de hostilidad. Era como si mi presencia lo incomodara así que aproveché para enfilar al baño, caminando lo más cerca posible de la pared. Me preguntaba qué le habría pasado por la mente. Algo lo mortificaba. Supuse que estaría arrepentido por haberse ido de boca conmigo.

Mientras el agua helada en la cara me despabilaba, comencé a entender alguna cosa sobre el forastero. Él había mentido a los detectives para proteger a la chica frente a lo que consideraba un crimen justificado. Pero había algo más. ¿Qué escondería detrás de todo? ¿Una culpa? Sí. Se me puso que era justamente eso. Que cargaba con una culpa tremenda. Y que seguramente tenía que ver con la mujer que él había amado tanto. Quizás, también, con aquella niña. De golpe me volvió a la mente la pregunta que quería hacerle al hombre.

Salí del baño lo más rápido que pude y atajé a Silveira en el umbral de la puerta, tomándolo del brazo.

Una cosa Silveira, antes de que se vaya: a usted no se le derramó el agua hirviendo sobre su mujer, ¿no? Usted se la tiró en la cara a propósito

¿Cómo dice? me interrumpió, con agresividad— No sé de qué me está hablando.

—Lo hizo a propósito ¿no, Silveira?

—Escúcheme bien —gritó, con la cara transfigurada—. Ni yo soy Silveira, ni usted es Vicente: yo soy Santos y usted es Juan. No entiendo porqué diablos está inventando historias y me quiere confundir.

—Silveira, Santos, lo que sea —dije, atenazándole más el brazo—. ¿Porqué no lo reconoce? Usted desfiguró a su mujer. Y la chica…¿qué le dijeron de ella los investigadores?

—¡Cállese, basta de imbecilidades! —Sacudió el brazo pero yo lo tenía agarrado como perro de presa.

Las conclusiones que se iban formando en mi mente exigían desesperadamente escapar. Ya no podía refrenarme. Me salían palabras atropelladas pero claras, como disparos certeros de un arma de fuego. Y sentía el impulso irreprimible de que el hombre me las avalara con una confesión:

—Sí, algo le dijeron. ¿Qué le dijeron, que venía de su pueblo allá en el norte, Silveira? Podía ser hija suya, ¿no? Con la mujer que usted desfiguró. ¡Tamaña culpa, hombre! ¡Qué culpa!

Apenas pronuncié la última palabra, me di cuenta de que había ido demasiado lejos. Pero ya estaba dicho. No había marcha atrás. La cara se le tiñó de un rojo intenso, como si un fuego interior se hubiera encendido y ya no fuera posible controlar las llamaradas que lo devoraban por dentro. La mirada se le puso miedosa, con el terror de una fiera entrampada. Se sacudió mi brazo con tal fuerza que sentí una descarga eléctrica y lo solté.

—Pero, ¿porqué mierda no me deja en paz? —aulló, como suplicando clemencia—. ¡Déjeme en paz! Está en pedo, inventando disparates que no tienen nada que ver con nada. ¡Maldito el momento en que me senté con usted, borracho! —gritó, escupiendo las palabras con el aliento cargado.

Aniceto se apareció al costado de Silveira, haciéndome un gesto como <<¿qué está pasando aquí?>> con las yemas de los dedos juntas hacia arriba.

Yo iba a insistir pero me frené, porque tuve miedo de que Silveira se descompensara del todo. De cualquier manera su reacción ya me había facilitado las respuestas. En ese instante él me apartó bruscamente y salió dando un portazo que hizo trepidar los vidrios.

En un gesto elocuente, Aniceto se apresuró a alcanzarme los abrigos. Mientras me ponía la campera y los guantes, miré por la ventana. El forastero se alejaba lentamente: se había subido el cuello del sacón azul y caminaba escorado, con los hombros caídos, la cabeza gacha y las manos en los bolsillos.

De pronto me invadió una pesadumbre que me borró de un plumazo la bronca de sus últimas palabras. Aunque en ese momento no lo hubiera podido definir, hoy sé que fue pena. Amargura y pena por su soledad. Por su espantoso tormento. Sí, hoy lo sé: Silveira cargaría por el resto de sus días con los secretos y la culpa de lo que había vivido.

Cuando pasó por delante del cartel que llevaba el nombre del boliche, el gato atigrado saltó del poste y comenzó a seguirlo. Unos pasos más allá, solo se destacaban los contornos difusos del hombre y el animal. Súbitamente, el gato pegó la vuelta y se volvió corriendo. Apenas abrí la puerta, aprovechó a meterse en el boliche, haciendo un ligero zigzag entre mis piernas. Al final del camino, allá en la curva, la niebla espesa del amanecer se tragó para siempre al forastero.

miércoles, 11 de mayo de 2011

De pañuelos y otras hierbas


Hace días que vengo arrastrando un aviso: de resfrío,o gripe. Tengo una tosecita boba, molesta. No es del otro tipo: de esas toses que aparecen por la necesidad imperiosa de aliviar una carga en el pecho. De esas que te dejan doliendo hasta las tripas. Tampoco de las que te agarran en el ómnibus, en el cine, en clase, o en medio de una primera cita. No. Esas son Señoras Toses. Te pica la garganta. Te lloran los ojos. Quedás congestionada. Nunca tenés un vaso de agua a mano para paliar la situación. (Ni siquiera en la cita, porque estabas tan nerviosa que te tomaste el agua de entrada y ahora no te vas a mandar el vino de un trago). Esas son toses avasallantes, orgullosas.

Esta tosecita, en cambio, es de otro palo. Diría que ni siquiera alcanza la condición de tos. Está a medio camino entre una carraspera y el escalafón siguiente. Como que no se decide…

Por suerte llueve. Estoy de vacaciones. Puedo pasarme leyendo, o en la computadora: escribiendo, chateando, bajando música, lo que me dé la gana. Eso sí, a cada rato me tengo que levantar porque la dichosa tos me presiona. Sabe que, con eso en la boca, no voy a seguir tecleando, haciéndome la distraída. Lástima, porque ahora el chat está entretenido. Escribo: "pará 1 min ya vengo" y me voy a expulsar la flemita. La observo antes de tirar la cadena. Tengo que saber si ha cambiado de color, de forma o de tamaño. No, siempre igual. Blanca, como una saliva espesa, que flota en el agua del water.

"¿Qué hacés? ¿Te secuestraron? Chau", me escribió hace rato mi amigo. Ya está desconectado. Después le diré que era algo importante, en el teléfono. No sé porqué me quedé tanto tiempo mirando la flemita. Me tenía atrapada. Creo que fue porque me acordé de la explicación del médico, hace un tiempo, cuando tuve otro episodio. "Te gotea de arriba, sí", dijo, tocándose el entrecejo, " y te baja por atrás. Tragás y después tenés que expectorar." Quise imaginar ese viaje complicado de mis propios fluidos. Me había parecido sencillo aquella vez. Ahora no podía visualizar el trayecto. Claro, bajaría como un agua, eso era lo que yo sentía cuando tragaba. Sin embargo, en algún momento, no sé dónde, adquiría esa otra forma, que me invadía, como de ameba. ¿Dónde se haría el molde? ¡Tanta vuelta para terminar así! Un escupitajo. Y, de última, estaba bien, porque era ajeno, o en algún lado se había transformado en algo ajeno a mí.

Tal como predije. La tos desapareció, dejándome clavada con una garganta roja, irritada. (Para mí, fue su última venganza. Por ningunearla. No era tan boba ella). El Bucoseptine en spray es un buen desinfectante y me calma por un rato el dolor. No sé porqué siempre compro el rojo, no el incoloro. Me lo echo unas tres o cuatro veces por día. Hoy de mañana me pasó algo extraño. Antes de desenroscar el tapón, noté que quedaba muy poco líquido. Supuse que me había equivocado de envase, pero no. El anterior estaba vacío en la papelera. En eso sentí calor en las manos. Como si las hubiera puesto sobre el radiador. No pude reprimir un chillido al ver que estaban teñidas de rojo. Dentro de la pileta, las gotas del remedio resbalaban lentamente por el borde interior y al entrar en contacto con una gota de agua, se aceleraban, huyendo como lombrices por el desagüe. Me lavé bien las manos. Busqué la fisura en el envase pero no encontré ninguna. Por fuera estaba totalmente limpio y seco. Me eché dos disparos e hice unas gárgaras para que el líquido impregnara el paladar y la campanilla. Cuando fui a poner el frasco en su lugar, le noté una sonrisa irónica. Corrí al cajón de la mesa de luz. El mercurio del termómetro marcó solo 36 y medio.

El Bucoseptine está guardado en un armario, fuera de mi vista. No me puse más. Ni quiero, porque desde aquello quedé escamada. Me venía un escalofrío cada vez que echaba la cabeza hacia atrás para pulverizarme la garganta. A veces, cuando abro ese armario, me parece que va a salir una catarata roja. Lo abro con cuidado y ni miro aquel frasco. Creo que voy a cambiar de lugar los remedios. Todos menos ese. (No quiero que contamine a los otros. Es como la manzana podrida en la cesta). O mejor, cuando venga la limpiadora, le pido que lo tire a la basura. Ni lo toco.

El dolor de garganta dio paso al resfrío. No me conviene salir, así que prefiero que persista esta llovizna. No me importa que esté gris. Ansío más lluvia, que pegue fuerte contra el vidrio, mientras yo sigo leyendo la novela o dándole a las teclas. Dicen que hace mucho frío. Lo que me tiene mal es el tema de los pañuelos descartables. Encargué otra marca, porque los anteriores me raspaban. Estos son peores. Cada vez que me quiero sonar, el pañuelo me atenaza la nariz. Tengo que apurarme a tirarlo porque me corta la respiración. Aunque trate de respirar por la boca, el pañuelo me gana siempre, porque se me adhiere también allí y cuanto más agua me sale, más se me pega.

Dejé de usar pañuelos. Me iban a terminar asfixiando.

Archivé la novela. Lo que larga mi nariz, todo lo que estornudo, cae sobre las páginas. Se pegotean unas a otras. Es una chanchada.

Clausuré la computadora. Creo que exageré un poco con el asunto del algodón embebido en alcohol gel. Frotando el teclado cada dos minutos. Las letras se rebelaron y desaparecieron. Casi todas menos la eñe. Además, el olor me provocó náuseas. Pero a los pañuelos no pienso volver.

Lo único que me calma es estar bajo la ducha. Me tengo que dar varias por día, porque si no, con esto del divorcio de los pañuelos, soy un asco. El vapor me afloja el pecho y salgo tosiendo. Toso mucho. Mucho más que antes. Con toses fuertes, cargadas, productivas. ¡Bienvenidas! Estas sí son Señoras Toses.

domingo, 8 de mayo de 2011

Cielo Despejado

Ni una nube. Hace tres días.

El mar sereno acaricia el bote. Rueda sobre el fondo una botella vacía. En una lata, una cagada de pájaro. Blanca. Dura.

El muchacho ya no logra estar alerta. Lacera sus pupilas claras el reflejo, provocándole un dolor punzante. Cierra los ojos y se acurruca bajo el toldo que ha improvisado con su camisa. Durante el día lucha por esconderse del sol, pero los rayos encuentran partes de piel expuesta y la devoran en una llama ardiente.

A la noche, los músculos agarrotados le responden lentamente. Al fin logra incorporarse. Con cuidado da dos pasos. Ida y vuelta. Con agua salada, se limpia el pus de las pestañas. La luna llena ilumina un cardumen que zigzaguea muy hondo. Imposible atrapar un pez. Se deja caer…

Debe tener paciencia, m’hijo y sostener firme… ¿ve?...¡Mire, está picando, vamos, recoja rápido…muy bien…Ahí viene… No afloje. Trae algo grande. Cuidado con el anzuelo.… Abuelo, ¿lo vamos a comer? Claro, m’hijo… Así, ráspelo bien, que no quede una sola escama… Ruega que algo le desactive esa invasión de jugos gástricos. Que le calme los retorcijones.

Cielo azul.

Le duele orinar y echa solo unas gotas oscuras. Ya no puede aguantar la boca seca, la garganta áspera como lija. Toma agua de mar. Al instante, una diarrea viscosa se le derrama en el pantalón. Se lo quita, lo sumerge, lo escurre y lo deja a un lado. Siente mucho frío…

En la cabaña de madera, crepita el fuego. Al besarle el cuello, ella sonríe. El la siente suya por primera vez. Entierra la cara en el pelo cobrizo y aspira el olor a limpio, a champú fresco. Las sombras de las llamas bailan sobre sus torsos desnudos. Ella tironea de la manta ... No, por favor, no te tapes, me encanta mirarte, sos tan linda…No tengas vergüenza. Soy yo….Lo enardece más esa timidez. El también se cubre y dan rienda a la pasión debajo de la manta a cuadros.

¿Cómo es que no puede entrar en calor? Debe cargar más leña. Las hormigas están desquiciadas. Les han invadido el hormiguero. Corren por sus pies en cualquier sentido. Sin dejarse ver. Le castañetean los dientes. Comienzan los temblores.

Cielo despejado.

Los calambres del estómago se han agudizado. Le cuesta tragar, como si le faltara saliva. Siente náuseas y hace unas arcadas secas. No hay nada que vomitar. Ni bilis. Pasa el día y la noche aletargado. No puede controlar las sacudidas del cuerpo.

“Pecaste de curioso, pichón de mierda. Pecaste. Pecaste, gaviota. ¡El gorro! Se te van a freír los sesos. Tarado, no se fríen. ¿Ah no? Preguntale a mamá. Preguntale. A mamá.” Delira. Larga un puñetazo al aire. Y sigue murmurando quién sabe qué.

Estruendo de tormenta. Levanta la cara para recibir la lluvia. No. Una niebla espesa envuelve caras sin cuerpo. Quiere reconocerlas. Anónimos. Entrañables. Su padre. Se desvanece. Entonces grita. Se retuerce. Y tiembla.

“Sin pronóstico de lluvias” “Invasión de turistas” “Atención a los incendios, sea precavido” dicen los titulares.

El bosque de pinos ha estallado en llamas. Acuden los mochileros, los locales, los veraneantes. Baldes. Palanganas. Ollas. Sirenas. Bomberos. Mangueras. Crujen los árboles. Saltan chispas. Humo. Sofocones. Desmayos. No dan abasto.

Llegan los helicópteros lanza agua. Van al mar. Cargan. Vuelven. Desagotan y otra vez.

-Comandante, mire eso. ¿No es un bote?

-Sí, eso parece. Avise a Prefectura Marítima de inmediato.

La lancha toca tierra y los rescatistas bajan la camilla en segundos. Sobre la sábana blanca que cubre el cuerpo se va depositando una lluvia de ceniza.

domingo, 27 de febrero de 2011

Recorrido

Apenas subió al ómnibus me llamó la atención. La chica vestía - en uno de los días más crudos del invierno-, una túnica india hasta los tobillos, liviana, estampada en colores tenues. Sobre ella llevaba un chal beige, tejido a crochet terminado en largos flecos de hebras doradas. Suspendido sobre la cadera colgaba un bolso abultado de algodón, a rayas estridentes, también rematado en finos flecos deshilachados. Al sentarse frente a mi, noté que calzaba zapatillas de ballet sobre zoquetes blancos caídos sobre ellas. Sus pies eran diminutos, así como sus manos. Yo, fascinada, no podía quitarle los ojos de encima. Poco importaba, porque sus ojos grises de humo y niebla estaban ajenos a cuanto la rodeaba. Su rostro color tiza, un estilo Modigliani, estaba enmarcado por un cabello oscuro y lacio que le caía en forma despareja hasta la cintura.

Apenas se sentó, comenzó a envolver un mechón de pelo alrededor del dedo índice; la cabeza algo ladeada y los ojos de humo y niebla perdidos en un punto misterioso. Cada tanto permitía que el mechón se desenroscara, lo acariciaba suavemente entre el pulgar y el índice y luego volvía a enrollarlo en su dedo. No se perturbaba por los gritos del guarda ni por la excitación de los niños recién salidos de la escuela ni por la gorda que protestaba ni por mi mirada fija en su persona.

De pronto, el colorido bolso bajo su pequeña palma comenzó a moverse. Una cabecita negra, puro bigote, asomó primero. Luego un cuerpo sedoso color azabache.

<<¡Un gatito!>> gritó un escolar.

Deseé que el incidente arrancara a la joven de su ensoñación, pero ella ni se percató. Haciendo tirabuzones con su mechón, su mano era el único engranaje en movimiento dentro de una maquinaria estática. Enroscaba. Desenroscaba. Otra vez. Y otra…

El gatito ronroneaba mientras los niños lo pasaban de brazo en brazo. A un pelirrojo pecoso le pareció divertido tirarle de la cola. El gatito aumentó de tamaño y saltó sobre el hombro de una mujer. Aterrada, ésta profirió un agudo chillido. La joven continuó inmutable.

Repentinamente, el gato se transformó en una reluciente pantera. Los pasajeros, presos del pánico, comenzaron a gritar. Se empujaron. Se pisotearon. Intentaban, despavoridos, huir con el ómnibus en movimiento. Frente a la puerta de emergencia, un veterano, blandiendo su paraguas, increpó duramente a la chica,. La gorda quejosa, trepada sobre el respaldo de un asiento, repetía , histérica. <<¿A quién se le ocurre traer semejante bicho?>>

La chica continuó sin emitir sonido. Miraba sin ver por sus ojos de humo y niebla y su mano continuaba el movimiento mecánico con el mechón de pelo. El ómnibus se vació.

Unas cuadras más adelante el vehículo se detuvo y el guarda gritó: <<¡Destino!>>. La muchacha movió sus ojos buscando a la pantera. Sus ojos se hicieron verdes, refulgentes, de pupila alargada. La pantera comprendió. Dejó de pasearse elegantemente de asiento en asiento y comenzó a acercarse a la chica por el pasillo, haciéndose cada vez más pequeña a medida que se le aproximaba. Pronto fue un gatito minúsculo. Al fin, apenas un punto negro de cola larga, se trepó en su índice y desapareció en las oscuras hebras enroscadas. La chica liberó su mechón, recuperó sus ojos de humo y niebla y se bajó.