lunes, 12 de septiembre de 2011

El ascensor


Es casi imposible alcanzar el piso treinta en un viaje de ascensor tranquilo y solitario, ya sea de ida o de vuelta. En estos cinco años que llevo trabajando en la Agencia de Publicidad (el primer empleo desde que dejé la facultad) solamente recuerdo tres veces en que pude lograrlo: una mañana de paro general, una tarde en la que hubo huelga de transporte y antes de ayer, cuando se jugaba la final de la Copa América.

Si llego temprano, siempre espero la mejor oportunidad para meterme sola en esa caja de acero. De todas maneras siempre hay alguien que sube en algún piso intermedio y no solo me impide batir mi propio récord de viaje en solitario, sino que interfiere en la intimidad de mi diálogo con el espejo del fondo. Lo que me da más rabia es cuando el pasajero no va en la misma dirección que yo.

—¿Baja? —pregunta, al abrirse la puerta.

—No, subo —contesto.

—Ah, no importa, la acompaño. Después bajo.

He notado que generalmente los que tienen esa mala costumbre son hombres. Las mujeres en general esperan el otro ascensor, o que ese mismo vuelva a su piso.

Hoy, en cambio, fue un día atípico. Como llegué muy sobre la hora, tuve que esperar para hacer el viaje en ascensor con todos los otros que, en la planta baja, miraban los números luminosos sobre la puerta:10, 9, 8… A los dos yuppies de portafolios lustrosos (con el mismo logo de la misma marca) los tengo de vista. Trabajan en “R & M and Co.”, en el piso 29. No son ni Randall ni Mackenzie (ni Co.), pero se dan tanto autobombo como si fueran los dueños de la mega empresa. Los dos dejan los autos -tan lustrosos como sus portafolios- en el mismo parking que yo, pero a mi pobre escarabajito le debe de dar complejo cuando lo estaciono cerca de ellos, así que trato de evitarle esa situación incómoda y lo dejo en el estacionamiento del tercer subsuelo (donde, además, cobran más barato, porque no hay demanda). Estos dos tipos me hacen acordar a mi hermana menor cuando dice que algún agrandado “se comió una estrella”. ¡Para mí éstos se comieron el firmamento!

La vieja paqueta del 29, con su infaltable perrita histérica, estaba adelante mío. Ella es una especie de Duquesa de Alba, con menos títulos y dinero pero con el mismo porte y la misma cantidad de cirugías.

Al lado de los yuppies se paró un hombre de pelo oscuro, -le calculé unos treinta años-, con muy buena pinta. Vestía traje azul y camisa celeste de cuello y puños blancos. Me llamó la atención una cicatriz que tenía sobre la frente, como en diagonal desde la sien hacia la entrada del pelo. Se me ocurrió que se le destacaba más porque tenía la piel bronceada, pero no desmerecía su aspecto para nada.

Cuando llegó el ascensor, los yuppies dejaron pasar a la “Duquesa”, que levantó a la perrita en brazos. Después se abalanzaron. Tuve ganas de decirles que eran unos maleducados, que yo también soy mujer, pero ¿qué iba a ganar? es más, si no se disculpaban, me iba a dar más bronca. Por suerte el de traje azul se hizo ostensiblemente a un lado y me hizo un gesto como para que entrara primero.

Uno de los yuppies apretó el botón del 29 y yo el del 30. La Duquesa ni se inmutó. Ella no se rebaja a marcar el piso. Hasta creo que si no va nadie al 29, el ascensor se le detiene solo. Dicen que vive hace años en este edificio, (de los primeros que se llamaron rascacielos), mucho antes de que transformaran la mayoría de los apartamentos en oficinas.

El morocho pintún no apretó botón, y como yo había quedado al lado de la botonera, le pregunté:

—¿A qué piso?

—Está bien. Voy al mismo que tú —me contestó.

Cuando estaba por cerrarse la puerta, el muchacho del delivery de la esquina, metió la pierna. El gorro con visera y la camisa, ambos de un verde chillón, decían en letras enruladas: Chividel. Traía un paquete grande que inundó todo el ascensor de olor a chivito con fritas.

—Ah no, no, usted tiene que tomar el ascensor de servicio, ya lo sabe —dijo la Duquesa.

—No funciona, señora. ¡Y se imagina que no me voy a subir 29 pisos por la escalera!

La puerta se cerró y el ascensor hizo ese ruido que no me gusta nada: como si lo aspiraran de golpe.

—¡Malenita, Malenita! ¡Basta de olisquear esa asquerosidad! —retó la Duquesa a la perrita, dándole una suave palmada en el hocico y sosteniéndola firmemente contra su amplia pechuga. El bicho inmundo, puro oreja y ojos, se quería tirar en paloma sobre el chivito, y cuando se vio acorralada contra el saco de piel, comenzó un gemido lastimero.

—Sosténgala fuerte. Lo que me falta: que una perra se me morfe el pedido. ¿Después cómo convenzo al Gallego de que fue una perra bonsait? —dijo el muchacho.

—No sea irrespetuoso ¡eh! —se encolerizó la Duquesa. —Además, para su información, se dice bonsai. —agregó con aire ofendido.

El muchacho se puso a silbar una cumbia, mirando para arriba y tamborileando con los dedos de la mano libre en la pared del ascensor.

—…y en el hoyo 9 le pegué mal y se me fue contra el árbol y ahí para mi, fue justo ahí que

—perdiste el partido —siguió el otro yuppie. Parecían los sobrinos del Pato Donald. Uno hablaba y el otro terminaba la frase. Tal cual. Paco y Luis.¡Desde la planta baja que venían comentando el partido de golf del día anterior!

El morocho de traje azul había intercambiado una mirada conmigo que interpreté como de cierta complicidad, como un mensaje de que éramos una isla en nuestro mutismo dentro del ascensor. El olor a chivito me estaba dando vuelta el estómago, por lo que me acerqué disimuladamente al hombre morocho, que tenía una loción muy fresca y agradable.

—Nos podemos encontrar en el “Bar

—Golfista” —terminó la frase Paco—. A las seis

—Podríamos invitar al Viejo Mac a jugar con nosotros el torneo del sábado.

—Porque del foursome de él ¿quién queda? Symonds está en la lona.

—Con un Alzheimer galopante, y los Randall se fueron a Escocia.

—Buen momento entonces para encararlo por el proyecto.

—Ahora que el cascarrabias de Randall se fue, ¿viste que el viejo está más abierto?

—¿Y cómo está Tom Mackenzie? —los interrumpió la Duquesa.

—Bien, bien —contestó Paco.

—Con algún achaque por la edad, pero bien —agregó Luis.

—Siempre fue una fiera para los negocios y todo un gentleman. Salúdenlo de mi parte, —dijo la Duquesa.

No sé si fue ese intercambio que la distrajo y aflojó un poco a la perrita, pero en el momento en que el ascensor paró en el 29 –algo más bruscamente que de costumbre-, la Malenita se le zafó de los brazos y se prendió con los dientes del paquete del muchacho, que estaba totalmente distraído, antes de caer parada en el piso sin liberar su presa.

—¡La puta madre! ¡Dame eso! — vociferó el muchacho, en el momento que se abría la puerta automática.

—¡Malenita, vení! —llamó desaforada la Duquesa.

Los yuppies también bajaron corriendo: con estilo, como si se entrenaran para una maratón.

Antes de que se volviera a cerrar la puerta, el morocho y yo, muertos de risa pudimos obtener un vistazo de la loca carrera por el palier: Malenita ganaba por lejos, sosteniendo entre los dientes los piolines del paquete, atrás iban primero el muchacho, en una sola puteada, después los dos yuppies y última la Duquesa, que parecía que le iba a dar un infarto.

En los próximos días, el incidente dio que hablar a todos los vecinos del edificio, y como muchas historias sufrió deformaciones y adornos de cualquier tipo. Ni Gonzalo -así se llamaba el morocho- ni yo, testigos oculares del hecho, sabemos el verdadero desenlace. No nos hemos vuelto a encontrar con los protagonistas, pero por suerte nosotros sí hemos coincidido en el ascensor varias veces desde ese día. El tiene negocios con mi jefe así que está viniendo seguido a la Agencia. Ya no hago cuestión de viajar sola. Al contrario, es un placer encontrarme con Gonzalo y siempre tenemos un tema para conversar en los viajes desde y hacia el piso 30.

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