sábado, 27 de febrero de 2010

La Curva de la Muerte


El libro era aburrido y la casa del balneario, aletargada en la interminable siesta veraniega, me inquietaba. Intenté ser la niña dócil de siempre, aguardando el ritmo lento de los adultos para activar la tarde. Imposible. Afuera, algo me llamaba. Supongo que trataba de escapar del ático de postigos cerrados, resolver mis propios tiempos, zambullirme en el entorno libre en el que me manejaba a mis anchas.

Bajé las escaleras en traje de baño, descalza y en puntas de pie. Pasé la puerta cerrada del cuarto de mi abuela sin sobresaltos: se escuchaban sus ronquidos. Dormiría boca arriba con su libro abierto sobre la panza. Me pareció escuchar unos susurros en el cuarto de mis padres. Apuré el paso. La puerta de la cocina era silenciosa. No me delató.

El aire caliente me asaltó por sorpresa y respiré hondo. Con el corazón a mil, saqué mi bici negra del jardín -no fueran a descubrirme por el chirrido de la cadena- y la monté en la ruta. En esa época no había lomos de burro.

Pedaleando vigorosamente me dirigí a la represita donde solía reunirme con amigos. Nadie. En el apuro llegué a la otra punta de Las Flores, al borde del camino de la Curva de la Muerte. Frené. Era terreno desconocido ya que me lo tenían terminantemente prohibido. La bajada, de pedregullo suelto, remataba en una curva de noventa grados. El lugar era sombrío, sin casas.

Un aire fresco se adivinaba bajo las copas de los árboles y el perfume de la madreselva me animaba a continuar. Sin embargo, temía. Allí nomás, el Arroyo Tarariras, dominio de La Bruja. Leyenda conocida. Lo primero que se les contaba a los turistas: la mujer que buscaba a su marido, el pescador desaparecido en una tormenta. Entidad desagradable: de túnica blanca, desdentada, con el pelo gris y chuciento. Las manos, huesudas, con garfios afilados. Salía las noches oscuras a errar por la costa y sus aullidos y lamentos helaban la sangre. Otros decían que se limitaba a mirar a la gente por los huecos de sus ojos y luego desaparecer dentro de los médanos. O que había secuestrado al hijo del cantinero y cuando reapareció solito, parado en la duna más alta, había quedado mudo para siempre. Mi hermano mayor juraba que en fogones nocturnos en la playa, la Bruja se les había aparecido más de una vez provocando el revuelo de los muchachos y los chillidos histéricos de las chicas.

Un enorme perro negro con mirada ladina se acercó a olfatearme. Se le erizó el pelo. A mi también. Me quedé quieta. Me mostró los colmillos, a la vez que me gruñía amenazante dando vueltas a mi alrededor. Ello convocó a tres cuzcos que, enloquecidos, imitaron su comportamiento. Pensé que si a uno se le ocurría morderme, lo mismo harían los otros tres. Sin titubear, monté mi bici y escapé por la bajada. No me siguieron.

Lo supe antes de caerme. Imposible frenar a esa velocidad. Aguanté varios metros jineteando entre los pozos mi transporte desbocado ¡La Curva! Bajé un pie. Derrapé. Volé. Como muñeca de trapo. A los tumbos, con la bici detrás, no paraba más…

Lo primero que pensé cuando me incorporé, molida, entre los juncos húmedos de la banquina fue: "Me hubiera puesto un pantalón". Me quemaban las piernas y los brazos, haciéndome saltar las lágrimas. Tenía profundos cortes sanguinolentos, como que la Bruja me hubiera rastrillado con sus uñas afiladas. Llenos de tierra. Con pedregullo incrustado. Me empezó un temblor incontrolable: estaba helada.

Quise pararme. La puntada del tobillo me atravesó todo el cuerpo, derribándome como un rayo. Me preguntaba si lograría arrastrarme hacia un lugar visible, pero mis pensamientos estaban confusos. Un dolor insoportable alimentaba el manto oscuro que iba nublando mi vista…

El tronar sordo me obligó a abrir los ojos; se acercaba provocando el sacudimiento de los juncos y de la tierra que, a mi lado, se iba tiñendo de rojo. Dos pies monumentales se detuvieron a unos centímetros de mi cuerpo. Miré hacia arriba. Parpadeé. La mole terminaba en una cabeza pequeña, de rostro bondadoso. Me levantó suavemente. Hamacada en la palma de su mano, la brisa cálida de su respiración entibiaba mi ser.

En pocas zancadas alcanzamos su guarida mimetizada entre la maleza. Un duende verde de grandes orejas en punta, corrió a recibirnos. "Las hierbas, rápido!" le ordenó el gigante, encogiendo sus dedos para que yo no me deslizara entre ellos. Luego me depositó en el centro de una flor mullida y el duende comenzó a tratar mis heridas con las pócimas que mezclaba el gigante. Pronto sentí un gran alivio, y unos exquisitos brebajes me indujeron el sueño.

Al salir del quirófano, ya no me dolía el tobillo quebrado. Las preguntas se precipitaron cuando salí de la anestesia. ¿Quién me había llevado al hospital? ¿Quién me había hecho las primeras curaciones, limpiado las heridas, detenido las hemorragias?

“Unas gentes buenas”, contesté. Y comprendí que había entrado en el mundo adulto.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Navegando en Atalanta

Estoy "asistiendo" al taller de Mitología y escritura, -virtual- que coordina Gabriela Onetto (sor juana, Ginebra, la Capitana o como prefieran).Estoy híper copada!Todas las semanas estamos obligados a cumplir una consigna luego de leído un material específico.Más adelante recibimos la devolución.Somos 10 Argonautas, viajando en pos del vellocino de oro: mejorar nuestra escritura buceando en nuestro interior.También hay muchas otras búsquedas personales,un rico intercambio, discusiones...en fin sería largo de ennumerar.
Como Gabriela fue la inspiradora de este blog, mejor dicho la que nos ordenó hacerlo en el taller presencial del 2009,voy a publicar aquí algunos trabajos.