jueves, 22 de julio de 2010

Cielo empedrado, suelo mojado



Apenas escuché que la caravana pasaba el Buceo me puse un rompevientos de lana, la chaqueta forrada de piel y las botas largas. Con el gorro encasquetado, guantes y lentes oscuros salí hacia la Rambla. Mi entusiasmo por el festejo ayudaba a mantener el frío a raya.

Con paso rápido, me uní a la marea de gente. Palpitando una misma emoción, nos disponíamos a jugar el partido de homenaje.

El primer impacto fue el desborde de color. El terreno, contrastando con el espeso chocolate del mar, se había teñido de celeste y blanco. Camisetas, pelucas, cornetas, carteles, enormes manos de cartón, cintas, pasa calles, papel picado; y aquí y allá el amarillo de un sol que no se animaba, pero ondeaba sonriente en las banderas.

Las cámaras de televisión registraban el acontecimiento. Al tomar primeros planos, los vítores se hacían más fuertes y las canciones, más inflamadas. Las aspas del helicóptero trepidaban sobre nuestras cabezas. Al acercarse, todos mirábamos hacia arriba, gritando, chiflando y saludando.

Algunos saltaban al corear los cánticos; otros se abrían paso entre la multitud, llevando en alto carteles con alusiones ingeniosas. Tres muchachos se treparon a los semáforos,- uno de ellos cargando el termo y el mate-. Había niños en brazos o en hombros de sus padres. En un balcón alto, a un bebé lo habían apoyado peligrosamente en la baranda. Espantada, desvié la vista. Señoras mayores se ayudaban a subirse a los bancos . De puntas de pie en el borde del cordón, yo era un periscopio cálido que absorbía y vibraba intentando grabar estos momentos en mi memoria.

Un hombre pasó a mi lado exudando un agradable perfume a colonia fresca. Los rasgos atractivos de Edu me asaltaron en flashes de nuestra primera cita nocturna desde aquel reencuentro; apenas unos días atrás. Su mentón aún firme, el pelo, canoso pero espeso, los ojos que no habían perdido el azul intenso, casi negro. Busqué su campera de gamuza entre la gente, deseando otra coincidencia. La mente me dictaba aventurarme sin ansiedad, pero ésta me estaba ganando. Sentí un calor adolescente en la cara. Instintivamente me cubrí las mejillas con las manos enguantadas.

-Perdón-, me dijo un niño que, soplando un trozo de pizza caliente, me había atropellado en su apuro. No pudo saber el taconeo de tripas que ese olorcito a muzzarella y tomate me provocó, en la tarde aún vacía de almuerzo.

La sirena del carro de bomberos y los rugidos de las motos anunciaron la cercanía del ómnibus esperado.

-Están a una cuadra-, gritaron los vigías de los semáforos. La frase, como una ola, se desparramó y se hizo eco: -…una cuadra, cuadra…-.

Los policías de línea pitaron, apartando con cortesía a la gente que se agolpaba en el medio. Apareció el ómnibus. Los futbolistas, con la mitad del cuerpo fuera de las ventanillas, filmaban con emoción. Saludaban. Se unían a las voces de los hinchas. Estalló el: “Soy celeste, celeestee soy yo”. Nunca fuimos menos islas. Un único equipo. Alegre. Emocionado. Vivo. El gris del cielo se quebró con unos rayos tímidos que no robaron protagonismo.

Pronta a disparar mi cámara por enésima vez, me sorprendió enfocar a Edu del otro lado de la Avenida. Los celulares pasaban rozándome las narices y entre imágenes y lucecitas, codazos, pisotones y tumulto intenté rastrearlo con la mirada. El ómnibus marchaba a paso de hombre. Me distraje y perdí varias oportunidades de sacar unas instantáneas fabulosas.

El ómnibus pasó. Detrás, una larguísima caravana de vehículos variados. Abarrotados. Sentí pavor de cruzar entre las motos, pero me colé detrás de un hombre que llevaba una pequeña en brazos. Imitando su gesto con el brazo extendido y la palma en alto, logramos que nos abrieran paso. En secreto, por un instante, fui la pareja del hombre, la madre de la niñita.

El ómnibus celeste estaba a una cuadra. Detenido en la Plaza Gomensoro. Muchos, sobre todo los jóvenes, comenzaron a correr hacia allí. Algunas personas quedaron al borde de la avenida, saludando. Otros se dispersaron.

Yo dudé. Fue cuando lo vi. Allí nomás, a pocos metros, Edu vivaba la caravana. Su brazo, sobre el hombro de una mujer joven. Ella agitaba vigorosamente un banderín mientras su brazo libre rodeaba la cintura de Edu.

El no me vio. Me dirigí hacia casa sintiendo un vacío repentino. La florista del quiosco me llamó por mi nombre:- Estas llegaron recién,- dijo, poniéndome por delante unos pimpollos color té.

- Gracias. Hoy no, - contesté, sin mirarla. Subiéndome el cuello de la chaqueta, continué mi camino. Las nubes adoquinadas anunciaban lluvia.

Veranillo de Invierno


Veranillo de invierno.

Es un día precioso, un veranillo de invierno y, - contra todos los pronósticos-, no llueve. Liviana de ropa, salgo a caminar por la Rambla. El aire festivo no se debe solamente al clima propicio. Aún reverberan en mis oídos los cánticos del festejo victorioso. Aunque la gente va trotando, corriendo o caminando,- cada cual a su aire-, pareciera que la avenida y las veredas hubieran quedado impregnadas de aquella celebración. Brota la energía positiva que envuelve las palmeras. Cantan los pájaros con un trino más fuerte.

El ladrido de un enorme Doberman que se cruza en mi camino, me sobresalta; pero él, de camiseta celeste con el número 10, solo quiere socializar con un pequeño perrito peludo que tironea de su dueña. Un hombre, -que distingo apenas-, allá contra el cordón, le chifla al perro y éste, obediente, vuelve a su lado.

Una mujer delgada, cincuentona, de esas con que uno se cruza a la misma hora, camina ágilmente con su Cocker. Va al ritmo de un cascabeleo que proviene de las llaves en su riñonera. Sé que en cualquier momento se detendrá. Subirá su perrito a un banco para darle una vigorosa cepillada. Su pelo teñido de rubio le cubrirá parte del rostro y no podrá disimular el temblequeo de los flanes de sus brazos descubiertos.

Una chica joven viene de frente en su bicicleta. Enchufada a sus auriculares, tararea una canción. Otra ciclista, pelirroja, zumba a mi lado. Se le aparece por delante. Zigzaguea y, haciéndole un finito, por poco chocan en la vereda amplia. Cuando la joven pasa a mi lado la escucho decir por lo bajo:-¡Qué tarada!- . Yo concuerdo.

No faltan los carritos de bebés. Los empujan madres, padres, abuelos. Muy pronto también podré acompañar a mis sobrinos a pasear a Juanse, el primogénito.

El sol fuerte del mediodía y el ejercicio enérgico ha causado estragos en algunas camisetas. Muchas muestran lamparones de sudor en las axilas, en la espaldas, en los pectorales. Se entremezclan los olores a desodorantes, perfumes. Como ráfagas. Yo misma estoy acalorada. Apuro el paso. Llegaré a la próxima bocacalle y emprenderé el retorno.

Algo da vueltas en mi mente. Tiene que ver con lo que he observado. Me intriga. No logro atraparlo. Es como si estuviera recogiendo la línea. El pez muestra su lomo brilloso y se hunde. Forcejeo. Se escapa. Tira. Suelto. Viene y va. Cuando asoma en la superficie, vuelve a escapar. No logro asirlo.

Es un pensamiento que me impide relajarme en mi rutina matinal. Me he metido adentro mío, pero no me muevo cómoda entre lo que no comprendo. Sin embargo, tengo una premonición agradable.

Toco el poste del semáforo y giro abruptamente. Con todo mi envión, me doy de lleno contra un hombre parado de espaldas a mi. Nos disculpamos atropelladamente. En el momento que me alcanza el celular que se desparramó por el piso, exclamamos a la vez:

-¡Edu!

- ¡Ceci!

Un abrazo apretado fusiona nuestros cuerpos. Nos separamos. Emocionados, nos volvemos a abrazar. Con la garganta estrujada, me retrotraigo a otro abrazo, con besos torpes y lagrimosos. Dos figuras menudas. Convencidos que la distancia nos matará de amor.

El Doberman ha vuelto de sus correrías por el pasto y a nuestro lado sus ladridos, reclamando la atención de Edu, interrumpen nuestra animosa puesta al día. Con pocas ganas, nos despedimos quedando en vernos a la noche.

Las banderas flamean como nunca en los balcones. Los vehículos también están embanderados. Nuestra ciudad se ha pintado del color del cielo y el sol me sonríe con complicidad.