jueves, 22 de julio de 2010

Veranillo de Invierno


Veranillo de invierno.

Es un día precioso, un veranillo de invierno y, - contra todos los pronósticos-, no llueve. Liviana de ropa, salgo a caminar por la Rambla. El aire festivo no se debe solamente al clima propicio. Aún reverberan en mis oídos los cánticos del festejo victorioso. Aunque la gente va trotando, corriendo o caminando,- cada cual a su aire-, pareciera que la avenida y las veredas hubieran quedado impregnadas de aquella celebración. Brota la energía positiva que envuelve las palmeras. Cantan los pájaros con un trino más fuerte.

El ladrido de un enorme Doberman que se cruza en mi camino, me sobresalta; pero él, de camiseta celeste con el número 10, solo quiere socializar con un pequeño perrito peludo que tironea de su dueña. Un hombre, -que distingo apenas-, allá contra el cordón, le chifla al perro y éste, obediente, vuelve a su lado.

Una mujer delgada, cincuentona, de esas con que uno se cruza a la misma hora, camina ágilmente con su Cocker. Va al ritmo de un cascabeleo que proviene de las llaves en su riñonera. Sé que en cualquier momento se detendrá. Subirá su perrito a un banco para darle una vigorosa cepillada. Su pelo teñido de rubio le cubrirá parte del rostro y no podrá disimular el temblequeo de los flanes de sus brazos descubiertos.

Una chica joven viene de frente en su bicicleta. Enchufada a sus auriculares, tararea una canción. Otra ciclista, pelirroja, zumba a mi lado. Se le aparece por delante. Zigzaguea y, haciéndole un finito, por poco chocan en la vereda amplia. Cuando la joven pasa a mi lado la escucho decir por lo bajo:-¡Qué tarada!- . Yo concuerdo.

No faltan los carritos de bebés. Los empujan madres, padres, abuelos. Muy pronto también podré acompañar a mis sobrinos a pasear a Juanse, el primogénito.

El sol fuerte del mediodía y el ejercicio enérgico ha causado estragos en algunas camisetas. Muchas muestran lamparones de sudor en las axilas, en la espaldas, en los pectorales. Se entremezclan los olores a desodorantes, perfumes. Como ráfagas. Yo misma estoy acalorada. Apuro el paso. Llegaré a la próxima bocacalle y emprenderé el retorno.

Algo da vueltas en mi mente. Tiene que ver con lo que he observado. Me intriga. No logro atraparlo. Es como si estuviera recogiendo la línea. El pez muestra su lomo brilloso y se hunde. Forcejeo. Se escapa. Tira. Suelto. Viene y va. Cuando asoma en la superficie, vuelve a escapar. No logro asirlo.

Es un pensamiento que me impide relajarme en mi rutina matinal. Me he metido adentro mío, pero no me muevo cómoda entre lo que no comprendo. Sin embargo, tengo una premonición agradable.

Toco el poste del semáforo y giro abruptamente. Con todo mi envión, me doy de lleno contra un hombre parado de espaldas a mi. Nos disculpamos atropelladamente. En el momento que me alcanza el celular que se desparramó por el piso, exclamamos a la vez:

-¡Edu!

- ¡Ceci!

Un abrazo apretado fusiona nuestros cuerpos. Nos separamos. Emocionados, nos volvemos a abrazar. Con la garganta estrujada, me retrotraigo a otro abrazo, con besos torpes y lagrimosos. Dos figuras menudas. Convencidos que la distancia nos matará de amor.

El Doberman ha vuelto de sus correrías por el pasto y a nuestro lado sus ladridos, reclamando la atención de Edu, interrumpen nuestra animosa puesta al día. Con pocas ganas, nos despedimos quedando en vernos a la noche.

Las banderas flamean como nunca en los balcones. Los vehículos también están embanderados. Nuestra ciudad se ha pintado del color del cielo y el sol me sonríe con complicidad.

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