sábado, 9 de octubre de 2010

El hombre café


Meche me insistió. Le puse mil excusas; al final, se lo tuve que decir: que tenía cero ganas de salir.¿Qué? ¿Vas temprano a misa mañana? ­me preguntó, irónica.

Llamá a la Flaca, al Sapo, ellos se suman siempre. Además… ¿para qué?

Va Raú-úl —me interrumpió, alargando la u, con su típica mirada de costado y sonrisa pícara. Me ganó.

Así que ahí estaba yo, sentada a la barra, en la media luz del boliche; una copa de vino en la mano y un bol de castañas de cajú al alcance. Meche y el Sapo agitaban en la pista. Ella, cual Barbie aprisionada en un micro vestido dorado, daba cátedra de baile. Bien por ti, Meche, sos la abeja reina, bostecé. La Flaca, sentada en la otra punta de la barra, sacudía su melena roja ensayando su rústico portugués frente a un trío de brasileños. Con las piernas cruzadas, lucía sus stilletos de charol, bamboleando uno en la punta del pie.

Cada tanto otros amigos se abrían paso, apiñando sus cuerpos sudorosos para poder ordenar un trago. Hilvanaban frases huecas hasta quedar roncos al tratar de hacerse oír sobre la música. Mi apatía los desmotivaba. Se alejaban serpenteando, con los vasos en alto, meneándose al ritmo de alguna cumbia. Detrás quedaba la estela de perfumes de sus pieles húmedas. ¿Y si me tomo un taxi y me voy? Mientras inspeccionaba la punta de la uña donde se me había saltado el esmalte, pensé que estas salidas ya me estaban aburriendo demasiado.

Harta de mirar hacia la puerta por la cual Raúl no se dignaba aparecer, advertí que la Flaca me llamaba con señas. Le di la espalda.

Aislado en medio del barullo, me llamó la atención un hombre que tomaba café. Lo hacía lentamente, gozando cada trago. El líquido dentro del vaso se plantaba con carácter frente al aguachento ámbar del whisky. Su humo aguerrido se alzaba ante los cubitos de hielo que se iban derritiendo en otras bebidas. Mientras el cantinero cambiaba las copas a una velocidad inusitada, el café permanecía; su temporalidad, doblegada solo por ese hombre que degustaba su tibieza.

Con la mirada fija en un punto, el hombre me permitía observarlo sin disimulo. Su perfil era atractivo. Sobre el cuello de la camisa blanca remataba su pelo oscuro, en puntas arqueadas. La nariz recta denotaba personalidad. El pómulo saliente marcaba el límite de una sombra de barba. Sensual, maduro, misterioso. Como la bebida que lo acompaña. Sí. Definitivamente. Un hombre café.

¿Qué hacés, che? ¿Qué mirás? ¿Te pido otra copa? ametralló la bocaza del Sapo, tapándome la visión con su voluminoso cuerpo.

No, gracias, tengo —contesté a la última pregunta, incorporándome en el taburete para otear sobre su cabeza. Varias personas se interponían entre el hombre café y yo, lo que me daba unas ganas locas de gritarles que se corrieran; como cuando querés sacar una foto y se mete un desconocido justo adelante. El agolpamiento en la barra era feroz. El pobre Sapo se esforzaba por sacarme temas. Me molestaba su corpachón pegajoso, rechazaba su manera de reafirmar cada frase con un golpe en mi hombro. Para peor, su aliento a alcohol estaba cargado. En mala hora se le ocurrió sacar a luz mi historia con su amigo Raúl. No me dio ni para cantarle las verdades que tenía atragantadas sobre mi ex novio. Suspiré y miré el techo. Volvió a la carga, taladrándome el brazo con su índice:Pero, Cris, no podés negarlo. Raúl te mueve el piso—. Lo miré como para matarlo, así que no insistió más y se llevó su farol de whisky, volando a juntarse con la abeja reina.

Al despejarse el ambiente, busqué de nuevo al hombre café. No estaba. Eso me bajoneó más que el plantón del tarado de Raúl. No era mi noche. Pedí otra copa de vino y me la liquidé casi de un trago.

Cuando estoy aburrida tengo una mala costumbre. Me saco el anillo y lo hago girar como un trompo. Es involuntario y perdí más de uno por esa estupidez. Así, mi anillo rodó sobre la barra, quedando a un milímetro del borde; con torpeza, me estiré para alcanzarlo. Pero no llegué. Cayó. El taburete alto se inclinó y yo me desparramé en el piso. Estrepitosamente.

Unos brazos fuertes, calzados bajo mis axilas, me levantaron en un segundo. Mi cara ardía. Con su mano en mi espalda, el hombre me dirigió a una mesa alejada de la barra, en un rincón más tranquilo. Sobre ella humeaba su vaso de café negro. Fue como llegar al abrigo de un puerto.

De la nada, se apareció un mozo con una copa y una botellita de soda sobre la bandeja. Mi salvador me sirvió el agua. Al frotarme las rodillas, me miré el pulgar.

—No te preocupes. Lo tengo yo —me dijo, colocándome el anillo con cuidado. Sostuvo mi mano apenas unos segundos más, observándola como si quisiera decir algo, pero lo que haya sido quedó sin expresar.

¿Te pido un trago?

No, no gracias. Basta por hoy… ¡qué papelón! contesté, atribulada.

Todo sea por un anillo —dijo. ¿Un café?ofreció, con un cierto brillo en la mirada.

Ah, eso sí.

De frente era todavía más interesante. De unos treinta y pico. Sus facciones eran definidas; los ojos, de expresión triste, castaño oscuros; la cara, con alguna arruga gestual; el mentón, bien marcado. Hablaba con voz grave y pausada, acodado sobre la mesa. Sus manos, libres de sortijas, acompañaban con gestos varoniles. Me gustaría verlo sonreír.

¿Viniste sola? me preguntó, algo extrañado.

No, con amigos. Pero es como si estuviera... Bueno, en realidad esperaba a alguien.

Que no vino.

Exacto. Soy adicta a esos hijos de puta.

Qué lástima —dijo. Y agregó: Porque ni yo lo soy ni tú te los merecés.

El boliche se fue vaciando de a poco. Mis amigos, convencidos de que yo me había ido mucho antes, ni me buscaron. Nosotros seguimos en la nuestra: charlando, poblando silencios con miradas sugestivas.

De pronto, un fuerte olor a lavandina se esparció por el ambiente, quebrando el encanto. Nuestras miradas se soltaron y descubrimos que los mozos habían desaparecido. Hacía rato que nos tenían a pico seco y ni nos habíamos dado cuenta. Un muchacho retacón, metiendo bulla, apilaba las sillas en el fondo del local. El cajero, ya de campera y bufanda, se disculpó con las palmas hacia arriba, la cabeza de lado y las cejas arqueadas.

¿Vamos? —dijo el hombre café. Se acercó al mostrador y pagó la cuenta.

Afuera levantaba la helada.

Al cruzar la calle, me tomó el brazo apurándome para evitar una camioneta que daba vuelta la esquina. Fue una linda sensación.

Señalando un cartel, «Café Gourmet/Abierto», me invitó a entrar.

Dale.

Ahora sí que te voy a convidar con un buen café. O varios. Los que quieras —me dijo, dejándome pasar primero.

¿Qué es eso de gourmet? pregunté.

Ya vas a ver. Y esta experiencia no la vas a olvidar —afirmó, muy seguro.

—¿Ah, sí? ¡Qué suerte!dije, coqueteando.

Al abrir la puerta, nos envolvió un aroma especial: una mezcla de pan recién horneado, malta, tostados, café y un dejo de canela y roble. Elegimos una mesa apartada sobre la que caía un rayo de sol recién nacido. Pidió dos cortados «con cuerpo».

¿Vaso o pocillo? preguntó el mozo.

A él le gustaba en vaso, para ver el color del café a través del vidrio; a mí en pocillo, para no quemarme los dedos. Mirándonos sobre los bordes, tomamos el brebaje caliente en silencio.

El lugar transmitía paz. A nuestro alrededor se fueron ocupando algunas mesas y noté que todos estudiaban las cartas con detención. Calipso, irlandés, cubano, caramelo, carajillo. Una lista de nombres que mi compañero tuvo que explicarme. Su voz seductora lo llevó luego a pasearme por Colombia y Costa Rica; tórridos lugares que él frecuentaba por su trabajo en los cafetales. Mi abulia se había borrado hacía horas.

Ya hablé mucho. ¿Qué más hay de ti? dijo, de golpe, pasándome la posta. ¡Lo mío le va a sonar tan insulso! Le tiré algún dato sobre mis estudios en la facultad de Humanidades y mis dudas existenciales, tratando de zafar por el lado del humor, y me encantó que nos riéramos de las mismas cosas. Me habré tocado mucho el pelo sin darme cuenta, porque me dijo que tenía muy lindo pelo y que ese tic de retirármelo detrás de la oreja era sensual. Pero que me lo dejara tranquilo. Que estaba muy bien así.

¿Así, cómo?

Así, cayendo sobre tu cara —y me lo liberó de la oreja, rozándome la mejilla.

Ajenos los estridentes: «¡Marche un café!» de otros bares, el ritmo allí era lento. Los mozos permitían al cliente tomar su tiempo para elegir, o lo asesoraban con amabilidad. Comprendí que había entrado en un tiempo pausado, sin apremios; una cultura que ensalzaba los sentidos, que generaba un descanso en la rutina, un encuentro íntimo. Reconocí mi pertenencia a ese lugar y supe que volvería una y otra y otra vez. ¿Con él? Sí, con él. Atrás quedaba Raúl, como parte de otra vida lejana de la que me había apartado en tan solo unas horas. Algo dejé traslucir porque su mirada me acarició en una forma que percibí cargada de erotismo.

Mi hombre café se inclinó hacia mí.Te quedó bigote,—me dijo, tomando una servilleta. Sonriendo desde sus ojos, empezó a secar la espuma avellanada que delineaba mi labio superior. Yo me eché hacia adelante y, encerrada en su sonrisa cálida, le facilité la acción acortando la distancia. La chaqueta se me deslizó por la espalda, dejando mis hombros desnudos. Nuestras sonrisas se pusieron serias. En la plaza sonaron las primeras campanadas de la iglesia.

8 comentarios:

  1. Buenisimo !!! merecia estar en las páginas del diario ... besos

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  2. gracias, cala, por entrar y por tu comentario. arriba, mosquetera!
    beso

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  3. qué precioso relato, in crescendo y un final lleno de suposiciones.

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  4. Gracias vesna por tu comentario y por visitarme!

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  5. Yo otra vez, cada uno que leo me gusta mas que el otro!!!
    Tenès el don de hacer tan vivo el relato que logras que el lector realmente se compenetre con cada personaje.

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  6. Otra vez gracias C,me encanta q entres aquí, es como mi "otra casa"...y si comentás sobre lo q te gusta, aún mejor.Creo en tu sensibilidad y mirá q no me ofendo tampoco si hay alguna crítica constructiva. Besos!

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  7. PATRICIA LARRAURI9 de mayo de 2011, 11:24

    CECILIA ESTE CUENTO ME ATRAPÓ, NO PUDE DESPEGAR LOS OJOS NI UN INSTANTE, BUENISIMO BUENISIMAS LAS METAFORAS, TE FELICITO!!!! PATRICIA LARRAURI

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  8. Gracias Pata!POr tu comentario y la visita!beso!

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