domingo, 3 de octubre de 2010

Proyecto MFB



Cuando mi marido me dejó pasé por todas las etapas. Sin originalidad. Celos, angustia, tristeza, desconcierto, extrañe, baja autoestima… Fui el manual ilustrado de los psicólogos, la tapa del libro de los psiquiatras. Tan es así, que llegó a darme más bronca percibir en los profesionales esa indolencia, ese aire de superioridad camuflado, que mis propios sentimientos de mujer despechada.

-¡Ayer, estuve a un tris de pisar a mi marido con el auto! ¡Le frené a un centímetro! – confesé un día desde el diván, esperando una reacción de espanto.

- ¿Y eso cómo te hizo sentir?- me preguntó el psicólogo con voz monocorde, escrutándome por encima de los lentes.

¡Pero, pedazo de boludo, ¿para eso estudiaste cinco años de facultad?! Huí de allí con un portazo que hizo temblar los vidrios y no volví más.

Con el psiquiatra no me fue mucho mejor. Sin embargo, habrá pensado que yo ya estaba yendo demasiado lejos porque me recetó otro Rivotril por día. Al despedirme, percibí con horror que me miraba de una forma extraña, como diciendo: ¡con razón la dejó el marido! Apenas llegué a casa telefoneé al consultorio y cancelé las próximas citas.

Solita, entonces, alcancé el próximo estadio. Nivel odio. Con mucho alivio logré vomitar toda la bilis que me envenenaba. Alfonso (vean, ya no me provoca nada mencionarlo), quedó aplastado en la juguera, triturado por la sierra de la carnicería. Dio mil vueltas en la centrifugadora, lo chupó la aspiradora, se arremolinó por el desagüe de la pileta… en fin, les ahorro algunos detalles que puedan afectar su sensibilidad. Así logré llegar a la meta deseada. Al Nirvana de las mujeres abandonadas. Al Paraíso de la mujer engañada. Alcancé, al fin, el estadio de la indiferencia hacia mi ex. Estaba curada.

Comencé entonces a preocuparme por mi misma. Lo que, obviamente, significaba que volvía a las pistas. Basta de pantuflas, chocolate y cobertores hasta el asfixie. Vengan los tacos altos, las dietas y las sábanas de seda. Fuera las uñas roídas, las grenchas despeinadas, las patas de gallo. Arriba la manicura, el corte moderno y la, shhh,… cirugía.

Así comenzó mi nuevo proyecto, o trabajo, al que bauticé Man Finding Business, (MFB) que sonaba sofisticado. Algunas amigas solteras me recomendaron programas de Internet para encontrar pareja. Pasé horas robadas al sueño llenando mi perfil con las estúpidas opciones ofrecidas. Prefieres que la primera cita sea en: a) la cima de una montaña b) buceando en un arrecife de coral c) un concierto de rock al aire libre.

El MFB era cansador, pero estaba determinada. Del trabajo corría a casa a consultar la computadora. Luego, horas de cuidadosa selección nocturna. Con el pulso acelerado de tanto café y unas ojeras que me estaban arruinando la cirugía acepté finalmente un encuentro con uno, el que me pareció más potable.

“Carlos el Agroman” pasó a buscarme en taxi (bue, desde ya, potentado no era, porque carecía de coche propio). Yo esperaba abajo vestida con un casual arreglado, o sea ni tan tan ni muy muy. La noche era fresca pero no de las peores del invierno. El tenía puesto un gorro de lana que le escondía media cara. Guantes ídem; para peor, frisados. En un minuto me imaginé violada, robada y tendida en una cuneta. Se me humedecieron las palmas de las manos. Pero mi proyecto demandaba cierta valentía. Puse cara de acá no pasa nada y marchamos para un bar. Allí se sacó el gorro. Por suerte su expresión no era la de un asesino serial. ¡Sin embargo, pasó toda la noche de guantes! Me contó que se dedicaba a arreglar trilladoras y otra maquinaria rural y yo estuve todo el tiempo creída que alguna le habría rebanado los dedos. No pude comer porque tenía cerrado el estómago y tampoco hablé porque no me dejó pasar un aviso. Solo recuerdo que yo pensaba: por favor, sacate los guantes. Primera cita frustrada.

“El Torno Feroz”, ( lo debería haber descartado solo por el nick) era un dentista que se pasó toda la cena hablando de caries, puentes e implantes. Yo escuchaba en piloto automático hasta que en un momento sentí que me subía algo ácido por la garganta. Volé al baño. Final previsible.

Por unos días abandoné la computadora. Un viernes aburrido, volví a abrir el programa. Había varios “pretendientes”. Solo uno me resultó plausible.

La tercera cita venía bien. “Juanma el Sibarita” me llevó a cenar a un restaurante muy chic en Ciudad Vieja, del que era habitué. Le permití ordenar del menú. Para la entrada, sugirió unos tomates perita rellenos de alcaparras, que afirmó eran una especialidad. Los músicos tocaban una melodía romántica y el ambiente era propicio para algún tipo de encare. Solo que cuando pinché el tomate con el tenedor, el muy maldito resbaló y salió disparado a aplastarse y escupir toda su salsa sobre el pantalón beige de mi compañero. Fin de la magia.

Anoche fue el acabóse. “Pablo Picapiedra” me pasó a buscar a la hora convenida. Me llamó la atención que enfilara raudamente hacia Hemingway, un restaurante sobre la colina, con una vista fabulosa de la bahía y las luces de la rambla. Claro, lo que nunca me imaginé es que eligiera, en la noche gélida, una mesa afuera, sobre la terraza ventosa. No quise poner peros y al principio me aguanté el frío estoicamente. Pero pronto me empezó a temblar la quijada y no lograba articular bien las palabras. Los pelos de mis brazos estaban totalmente erizados, aún debajo del tapado. El peinado de peluquería había sido plata tirada a la calle. En cambio, todos los comensales adentro parecían estar a gusto: disfrutando de la buena comida y la calefacción. Tímidamente, sugerí entrar.

-No, estamos bien aquí,- sentenció Pablo Picapiedra.

-Pero se nos va a enfriar la comida, -insistí.

No hubo caso. Luego de unos ñoquis helados, con la nariz roja y sin sentir mis pies le pedí que me llevara a casa.

La luz roja del teléfono tintinea. Hay un mensaje. No me lo puedo creer. Es el número de Alfonso. Insólito. No lo recojo. Imposible parar de tiritar.

Hoy no pude ir a trabajar. Estoy metida en la cama con bolsa de agua caliente y tengo el pecho untado con pomada de eucaliptos. Mientras los Kleenex mojados se van amontonando en la papelera me pregunto si Pablo Picapiedra tendría alguna razón para no querer mostrarse conmigo. O si sería un sádico que me quiso matar de frío nomás. Lo único que sé seguro es que mi proyecto MFB está liquidado. Over. Finito.

Suena el teléfono. Es del celular de Alfonso. No atiendo. Sigue sonando insistentemente. Quito el tubo de la base. Colgó.

4 comentarios:

  1. Ceci! Muy real, muy visual! me hizo reír mucho "EL torno feroz" juassss, ay por Dios, me imagino esas citas a ciegas y esas andanzas, y creo que me quedaría como vos, metida en la cama con la bolsa de agua caliente tb!
    Realmente largué la carcajada en este cuento! Y me gusta el título!! Estos tipos para jugar con las siglas... no estarán hechos de "MDF"... ? jaja
    Beso !! :))
    Seguí incursionando en el humor, me encantó!

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  2. Gracias suequi! Me encantó tu comentario, "MDF"...jaaa!Algunos son "de madera"!
    Bueno, no seamos tan malas con el género opuesto, si no nos tildarán de feministas enragées.(En mi caso, nada más lejos)
    besos y otras gracias por tu visita al blog.

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  3. Ceci!!! Me fascinó!! Me reí como loca, además sentí como que lo estaba viviendo, realmente muuuuy bien contado, me en can tó!!!
    Estoy segura además, que debe de ser así el tema de las "citas a ciegas".
    Muy bueno el nombre del cuento y del proyecto jajaja
    Fascinante! Felicitaciones!
    Me gusta como queda la página en blue!
    Besos
    Anne Blanche

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  4. Gracias Ann Blanche por tu incursión. Increíble te acabo de mandar un mensaje por Fb antes de leer esto.
    Ahora ando con ganas de probar algo distinto...veremos...
    la idea era justamente q se rieran, o sonrieran al menos..así que yo, encantada!!
    Un beso grande
    C

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