martes, 21 de junio de 2011

Entre dos luces

La muchacha decía que pescar desde la costa le resultaba aburrido. Por eso habían comprado la lancha, una buena lancha. De motor potente dijo el hombre.

Hacía unas horas que estábamos en el boliche, sentados frente a la ventana que daba al mar. La puesta de sol había sido entreverada, nubosa. Se avecinaba mal tiempo.

Yo vivía en el velero y ellos amarraban al lado; los veía salir de pesca casi todos los días —El hombre frenó en ese punto, como queriendo recordar un detalle relevante de la historia que no alcanzaba a terminar—. Ella me hacía acordar a la morocha que yo había amado, una mujer del bajo agregó, subrayando la frase con unos tragos.

Después retomó lo que venía repitiendo desde el momento que se le había soltado la lengua, unos cuantos vasos de grapa atrás. Que esa madrugada fría de mayo había sido la única vez que la chica había pisado el velero. Que le había confiado lo que hizo porque estaba desesperada. Que le había rogado que no lo fuera a comentar nunca. Con nadie.

En la luz tenue del crepúsculo, nosotros lo mirábamos sin hacer preguntas. No servía de nada apurarlo. Aniceto lo había intentado un par de veces, pero el hombre había seguido su monólogo, sin contestarle. Al final, aburrido, se había ido a jugar al pool y nos habíamos quedado los tres: el extraño, mi compadre Juan, y yo.

¿Se sirve otro, Silveira? —le preguntó Juan.

No sé de dónde sacó Juan que el forastero se llamaba así, pero desde ese momento pasó a ser Silveira.

Lo que yo había conseguido entender era que ese día la muchacha había salido en la lancha muy temprano en la madrugada. Iba con un tipo, que no era su marido. Era un hombre de complexión fuerte, que llevaba parte de la cara cubierta con una bufanda gruesa. Según Silveira, era un tipo turbio.

Antes del amanecer, había regresado sola al puerto. Se la veía torpe, distinta. El lugar estaba desierto y un viento intenso zarandeaba los barcos. Como ella no lograba amarrar, Silveira la había ayudado. Fue entonces que notó que ella estaba llorando. Cuando la muchacha bajó al muelle, tiritaba y se había puesto muy pálida; entonces Silveira la había invitado al velero. Le puso una manta por los hombros y le preparó café. Luego de varias tazas, la chica aún no había logrado entrar en calor, por lo que Silveira la instó a probar su licor casero. De a poco ella se había ido aflojando, quizás alentada por esa actitud protectora, hasta que por fin pudo desahogarse, confiándole el terrible secreto.

Le serví más grapa a nuestro invitado circunstancial, animándolo a continuar. El hombre tomó unos tragos y se armó un cigarro en silencio. Con las primeras pitadas, mantuvo la mirada fija en el cartel de afuera. Era una tabla de madera que decía: El Bucanero, colgada de un poste como los que dibujan los niños para jugar al ahorcado. Yo ya me había despachado dos vasos más cuando Silveira me apuntó con el índice y, mirándome fijo, soltó:

¡Usted sí que entiende!

De reojo vi que a Juan se le bajaban las comisuras de la boca, desconcertado. No creí oportuno contestarle y Silveira volvió a hilvanar, o a intentar hilvanar, el cuento. Dijo que había conversado algunas veces con la pareja. En realidad, había conversado mucho más con ella que con el marido y, en una ocasión, le había indicado cómo hacer corvina a la vasca. La chica se mostraba cordial con Silveira, pero algo en ella le resultaba enigmático y hasta desvalido. En verano usaba bikinis diminutos que exponían un cuerpo menudo, casi como el de una niña. La morochita le resultaba agradable y no podía evitar mirarla con la ternura que le provocaba ese aire angustiado, por momentos indefenso. No le había dado la impresión de que a ella le gustara mucho tomar alcohol. En cambio el marido le daba al trago y Silveira lo había oído insultarla en varias oportunidades. También estaba convencido de que él le pegaba, pues la chica aparecía cada tanto con sombreros de ala ancha y grandes lentes de sol, y por esos días se mostraba distante con Silveira, manteniendo la cabeza baja sin detenerse a conversar, como avergonzada.

Una tarde Silveira estaba limpiando la cubierta del velero cuando la pareja pasó por delante, enfrascada en una discusión. Ni lo habían saludado así que Silveira continuó en lo suyo, pero pudo escuchar que el marido le recriminaba algo. Ella lo acusó de estar totalmente borracho. Eso lo puso furioso, tanto que de un empujón la mandó contra la baranda, haciendo que se le desparramaran todos los pescados que llevaba en un canasto. Algunos coleteaban cuando Silveira se acercó para ayudar a juntar la pesca. Ella le dijo muy atribulada:

Gracias. Deje, deje, no los llevo y salió disparada hacia el auto.

Antes de que su marido la alcanzara, arrancó y se fue a toda velocidad. Él quedó insultándola a los gritos, en el extremo del malecón, y finalmente se metió en un bar. Varios filetes de corvina siseaban en el aceite cuando Silveira lo vio salir y meterse en un taxi. Al poco tiempo pasó aquello que la muchacha le pidió a Silveira que no contara.

Silveira recordaba un domingo, uno de esos agradables de fines de abril, cuando vio a la muchacha con aquel otro tipo. Los domingos él visitaba a su hermana, que vivía cerca del parque, y almorzaban juntos. Berta le preparaba ricas pastas. Eso sí, mientras ella amasaba, él tenía que sacar al perro y esperar que hiciera sus necesidades. Ese día Capitán demoraba. Olfateaba los árboles, levantaba la pata aquí y allá, pero de lo demás, nada. En eso comenzó a ladrar. Tironeaba de la correa, queriendo adentrarse en la parte tupida del parque. Entonces Silveira vio qué era lo que le llamaba la atención: dos personas ocultas en la arboleda. A ella no la hubiera reconocido de no ser por ese pelo ondulado y espeso que le asomaba debajo del gorro: igualito al de la morocha que él había amado. El hombre era alto y fornido. Le extrañó que en ese día templado llevara una bufanda gruesa. Ella le entregó un dinero que él contó rápidamente y se metió en el bolsillo. Enseguida se alejaron en direcciones opuestas. No repararon en Silveira.

Aniceto plantó sobre la mesa unos buñuelos de camarón y otra botella de grapa. Dijo que convidaba con esa vuelta y se fue a terminar el partido de pool. Juan se apuró un par de vasos más y muy pronto quedó dormido con la cabeza contra la pared. De a ratos roncaba.

Pensé que Silveira terminaría la historia, que podría aclarar de una buena vez los sucesos de aquel día.

¿Cómo me dijo que se llamaba usted? me preguntó de golpe, con los ojos entrecerrados por el humo del cigarro.

Juan.

¿Cómo?¿Juan no es él? y señaló a mi compadre, que emitió otro ronquido carrasposo.

Sí, somos tocayos. Yo soy Juan Vicente agregué, porque lo vi confundido y quería que se enfocara en la historia.

Bueno, si no le importa le voy a decir Vicente me dijo, arrastrando bastante las palabras—. Le contaba, Vicente, le contaba… ¿qué era? Ah, sí, que la muchacha me pidió que yo no dijera nada. Y cuando vinieron éstos, ¿cómo es? los que investigaban el crimen, decían que el asesino estaba identificado, pero que no lo habían podido atrapar. Insistían que había sido un crimen por encargo y que alguien lo tenía que haber ayudado a escapar. Por mar, entiende, porque las carreteras se habían bloqueado apenas apareció el cuerpo.

—¿Qué asesino, qué cuerpo? —dije.

—Sí, eso mismo les pregunté yo. “¿Usted no se enteró que asesinaron al dueño de la embarcación de al lado?”, dijeron. Estuvieron bastante rato conmigo; me hicieron unas preguntas y después me comentaron algunas cosas más que habían descubierto…

—¿Qué sabían de ese matrimonio?

—Él venía de una familia adinerada de ahí cerca. Ella no, ella era del norte. “Una chirucita del norte”, dijeron. Esa fue la palabra que usaron, entiende. Chirucita. ¡Qué mala leche esos tipos!

—Le habrán dicho de qué pueblo, algún otro detalle

—Ahí fue que me preguntaron si alguien la había usado. La lancha ¿me entiende, Vicente?

—¿Y usted qué contestó?

—Dije que no. ¿Qué más iba a decir? Que hacía días que estaba anclada. Que la última vez habían salido de pesca como siempre, la muchacha y el marido. Silveira se despegó el tabaco que tenía pegado al labio inferior y siguió:

Mentí, Vicente. Mentí porque ella me caía bien. Ella, sí. Preciosa la chiquilina. Él no, él se lo merecía: era un abusador, un cretino. ¡Un hijo de puta!

Dio una última pitada al cigarro y lo aplastó con vehemencia en el cenicero repleto. Los ojos se le habían hundido en la cara, como si el cansancio lo hubiera invadido al punto de agotamiento. Calló.

El taco pegó en la bola, ésta rebotó en otra y rodaron por el paño. Al caer por la tronera, el ruido espantó a un gato atigrado que curioseaba en la ventana. Aniceto festejó el triunfo con una bulla bárbara. Yo seguía pendiente de las palabras de Silveira, pero me estaba resultando difícil seguir el hilo.

Ay, aquella otra morocha —dijo con aire nostálgico.

—¿Cuál?—atiné.

—¡Qué mina! Yo hacía cualquier cosa por ella. ¿Entiende, Vicente? Todo. Hasta permitirle otros favores…Bueno, usted me entiende…Con tal de estar con ella, yo le permitía todo, ¿me entiende, Vicente?

La verdad que no. No entendía nada ya. Incliné la botella de grapa sobre el vaso de Silveira, pero se me derramó casi toda sobre la mesa.

—Todo menos eso. Con él no continuó, mirando hacia abajo y sacudiendo la cabeza—. Y ella lo tenía bien claro. Por eso me lo confesó mientras yo estaba de espaldas, aprontando el mate. No le contesté y entonces empezó a gritarme: “¡Aceptalo de una vez! Te tenés que ir. Tu hermano te va a matar. ¡Andate de acá!”. Yo seguí llenando el termo, tratando de serenarme, pero me temblaba el pulso. “Mi hermano es un vago, un borracho que te va a cagar a trompadas. Capaz de hacerte perder ese embarazo que decís que tenés. No lo conocés, nena”, le advertí. “No me importa, yo lo quiero”, dijo. Ahí fue que me di vuelta de golpe y sin pensarlo levanté el brazo. Ella reculó, tropezó… no sé… Lo del termo no sé cómo pasó… Fue sin querer ¿me entiende?

—¿Pero qué pasó?

—¿No era que ella no quería verme más? Bueno. Ahí quedó tirada. A los gritos. Yo salí corriendo. No pensé nada ¿entiende? Me subí al barco, arranqué para el sur y no volví más al pueblo. Bueno, una vez volví, por un rato nomás.

—¿Se encontraron?

—Estaba oscureciendo. Me paré en la esquina del rancho y no tuve que esperar mucho. Había llovido. Ella venía cargada de bolsas, esquivando los charcos. Estuve a punto de cruzarme delante, pero en eso apareció una niña, corriendo. Se dieron un abrazo, ahí nomás al lado mío, y la niña la ayudó con las bolsas. Ni me vieron. La gurisita era un calco de ella. Bueno, de ella como era antes, me entiende: linda, morochita, de pelo ondulado. Pero ella, ay la cara…¡por Dios, Vicente!¡Qué espanto! No me quiero ni acordar. Lo que vi me bastó, entiende. Fue hace tiempo.

Yo quería hacerle una pregunta. Una pregunta importante que se me escapaba. Me llegaba a la mente como envuelta en la bruma del amanecer y cuando quería formularla, me lo impedía la lengua espesa, atrabancada.

Con su permiso dijo de pronto Silveira. Se levantó y fue al baño, apoyándose en los muebles. Aniceto pasaba un trapo por las mesas vacías cuando miré el reloj. No recuerdo la hora, pero sé que envidié a mi compadre, imaginándolo cómodamente dormido en la cama. Juan me había dejado mano a mano con Silveira hacía rato. Lo que quedaba del trasfoguero despedía olor a quemado y el boliche se estaba poniendo frío. Me puse el buzo.

Pasó un tiempo antes de que Silveira reapareciera. Cuando volvió tenía el pelo empapado, las canas lacias aplastadas hacia atrás. Su cara era pura ojera y la mirada, esquiva, diferente. Se sentó a la mesa y se puso a armar otro cigarro, en un silencio que de pronto percibí cargado de hostilidad. Era como si mi presencia lo incomodara así que aproveché para enfilar al baño, caminando lo más cerca posible de la pared. Me preguntaba qué le habría pasado por la mente. Algo lo mortificaba. Supuse que estaría arrepentido por haberse ido de boca conmigo.

Mientras el agua helada en la cara me despabilaba, comencé a entender alguna cosa sobre el forastero. Él había mentido a los detectives para proteger a la chica frente a lo que consideraba un crimen justificado. Pero había algo más. ¿Qué escondería detrás de todo? ¿Una culpa? Sí. Se me puso que era justamente eso. Que cargaba con una culpa tremenda. Y que seguramente tenía que ver con la mujer que él había amado tanto. Quizás, también, con aquella niña. De golpe me volvió a la mente la pregunta que quería hacerle al hombre.

Salí del baño lo más rápido que pude y atajé a Silveira en el umbral de la puerta, tomándolo del brazo.

Una cosa Silveira, antes de que se vaya: a usted no se le derramó el agua hirviendo sobre su mujer, ¿no? Usted se la tiró en la cara a propósito

¿Cómo dice? me interrumpió, con agresividad— No sé de qué me está hablando.

—Lo hizo a propósito ¿no, Silveira?

—Escúcheme bien —gritó, con la cara transfigurada—. Ni yo soy Silveira, ni usted es Vicente: yo soy Santos y usted es Juan. No entiendo porqué diablos está inventando historias y me quiere confundir.

—Silveira, Santos, lo que sea —dije, atenazándole más el brazo—. ¿Porqué no lo reconoce? Usted desfiguró a su mujer. Y la chica…¿qué le dijeron de ella los investigadores?

—¡Cállese, basta de imbecilidades! —Sacudió el brazo pero yo lo tenía agarrado como perro de presa.

Las conclusiones que se iban formando en mi mente exigían desesperadamente escapar. Ya no podía refrenarme. Me salían palabras atropelladas pero claras, como disparos certeros de un arma de fuego. Y sentía el impulso irreprimible de que el hombre me las avalara con una confesión:

—Sí, algo le dijeron. ¿Qué le dijeron, que venía de su pueblo allá en el norte, Silveira? Podía ser hija suya, ¿no? Con la mujer que usted desfiguró. ¡Tamaña culpa, hombre! ¡Qué culpa!

Apenas pronuncié la última palabra, me di cuenta de que había ido demasiado lejos. Pero ya estaba dicho. No había marcha atrás. La cara se le tiñó de un rojo intenso, como si un fuego interior se hubiera encendido y ya no fuera posible controlar las llamaradas que lo devoraban por dentro. La mirada se le puso miedosa, con el terror de una fiera entrampada. Se sacudió mi brazo con tal fuerza que sentí una descarga eléctrica y lo solté.

—Pero, ¿porqué mierda no me deja en paz? —aulló, como suplicando clemencia—. ¡Déjeme en paz! Está en pedo, inventando disparates que no tienen nada que ver con nada. ¡Maldito el momento en que me senté con usted, borracho! —gritó, escupiendo las palabras con el aliento cargado.

Aniceto se apareció al costado de Silveira, haciéndome un gesto como <<¿qué está pasando aquí?>> con las yemas de los dedos juntas hacia arriba.

Yo iba a insistir pero me frené, porque tuve miedo de que Silveira se descompensara del todo. De cualquier manera su reacción ya me había facilitado las respuestas. En ese instante él me apartó bruscamente y salió dando un portazo que hizo trepidar los vidrios.

En un gesto elocuente, Aniceto se apresuró a alcanzarme los abrigos. Mientras me ponía la campera y los guantes, miré por la ventana. El forastero se alejaba lentamente: se había subido el cuello del sacón azul y caminaba escorado, con los hombros caídos, la cabeza gacha y las manos en los bolsillos.

De pronto me invadió una pesadumbre que me borró de un plumazo la bronca de sus últimas palabras. Aunque en ese momento no lo hubiera podido definir, hoy sé que fue pena. Amargura y pena por su soledad. Por su espantoso tormento. Sí, hoy lo sé: Silveira cargaría por el resto de sus días con los secretos y la culpa de lo que había vivido.

Cuando pasó por delante del cartel que llevaba el nombre del boliche, el gato atigrado saltó del poste y comenzó a seguirlo. Unos pasos más allá, solo se destacaban los contornos difusos del hombre y el animal. Súbitamente, el gato pegó la vuelta y se volvió corriendo. Apenas abrí la puerta, aprovechó a meterse en el boliche, haciendo un ligero zigzag entre mis piernas. Al final del camino, allá en la curva, la niebla espesa del amanecer se tragó para siempre al forastero.

15 comentarios:

  1. Este cuento está muy bueno, bien escrito. Cecilia.
    Llegué aquí de pura casualidad, pero creo que voy a volver de vez en cuando.
    Te invito a conocer el mio cuando gustes http://elescribidorserrano.blogspot.com/

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  2. Gracias WM.me encantaría saber cómo llegaste aquí y que visitaras mi blog cuando quieras.Yo miré el tuyo y me gustó mucho. Ahora trabajo otro cuento y tengo poco tiempo pero te dejé un comentario sobre uno.Ya lo visitaré otra vez...

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  3. Voy a satisfacer tu curiosidad, "Visitando el Blog "Desde Ítaca a vos" , de Claudia (a quien conozco)elegí al azar uno de los Blog que ella sigue y....tamaña sorpresa con lo que me encontré en "El árbol", está repleto de frutos literarios... Un abrazo.

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  4. Ah Claudia, una de las mosqueteras!!:)
    Muchas gracias Wm!

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  5. Muy bueno!! Excelente como va alternando entre el clima de la historia que cuenta el personaje y todo lo que sucede en el bar, da la atmósfera perfecta. También me gustó mucho la identificación con el narrador, que se va haciendo las mismas preguntas que el lector y va clarificando de a poco, dejando un poco de suspenso y de tiempo para ir creando hipótesis. Felicitaciones!

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  6. Gracias por leerme gaby. Interesantísimo tu comentario, como siempre.Beso!

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  7. Ceci, excelente cuento!
    Ahora, por más!

    bss

    astrid

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  8. gracias suequi y tu? andás por el blog? vamos! bss

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  9. Mosquetera ! he visitado tu blog sin tiempo de leer con profundidad. Hoy dedique mi tarde a navegar y me atrapó tu cuento, como de costumbre!!
    Un placer leerte amiga,
    nos vemos pronto por alli..
    Cala

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  10. Gracias mosquetera!Y gracias a tí me visitó un amigo tuyo q me puso comentarios muy gratificantes también.
    Estoy a mil con la escritura. Ya visitaré el tuyo.BESO GDE

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  11. Cecilia, me encantó este cuento! Una trama muy bien armada, con personajes interesantes y bien definidos, suspenso y todo lo que tiene que tener. Atrapa, realmente! Un gran placer haberte leído! Besos, Anne B.

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  12. Gracias Anne blanche, me alegro q lo hayas disfrutado, y viniendo de una escritora como tu pufff!alegría.Besos y espero tú sigas con tus escrituras.

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  13. Hola Ceci, me gustó mucho la trama del cuento.
    Abrazo grande
    Stella

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  14. Me encantó el clima, el ojo del narrador en los dos personajes y la vuelta de tuerca. Impecable. Me gusta mucho tu forma de escribir.
    Y por fin encuentro el tiempo para pasar por un par de blogs a los que le tenía ganas. (Es lo que tiene de bueno haberme bajado del facebook: más tiempo para disfrutar de cosas que valen más :). Volveré.

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  15. Vesna croata! Qué lindo verte por aquí y leer tus amables comentarios.Hoy llueve,espero ir a visitar el tuyo. también se puede coompartir en Fb...
    Muchas gracias.

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