martes, 1 de noviembre de 2011

¿Y nosotros...?


Franco ordenó su segundo capuccino y miró el reloj por enésima vez. Sabía que era inútil enojarse, porque Ana no iba a cambiar nunca. Quizás fuera esa misma libertad de vivir sin ataduras a los tiempos ajenos, lo que más le atraía de ella. Una vez su amigo Kurt le había dicho con orgullo que la puntualidad del soldado alemán era “ni cinco minutos antes ni cinco después”. Últimamente cada día recordaba el comentario de Kurt. En eso, únicamente en eso, Franco se sentía un poco soldado alemán. No por opción propia, sino por los años de matrimonio con Mara: la inflexibilidad absoluta en cuanto a horarios de parte de ella, cronogramas forzados por su abundante cantidad de pacientes de psicología que eran absolutamente necesarios para mantener el presupuesto de la casa.

El capuccino estaba muy caliente. Franco pensaba que hubiera sido lindo que aunque fuera por esa vez, Ana hubiera llegado en hora. Estaba ansioso por verla y comentarle su decisión. Recordó el momento exacto en que la había tomado. Intentaba esculpir la cadera de una campesina de la Normandía. Había luchado toda la mañana con la frustración que le provocaba no poder capturar la forma que requería la imagen grabada en su cabeza: la amplitud décontractée, aquella sensación de mujer fecunda, apegada a la tierra. En el momento en que casi lo lograba, le sonó el celular. Al atenderlo, Mara ni lo dejó hablar. Lo ametralló con preguntas: si seguía en el taller, porqué no había avisado de la demora, si pensaba ir a almorzar y casi sin escuchar las contestaciones le advirtió que si no llegaba en diez minutos ni se le ocurriera aparecer porque ya no habría almuerzo. Fue cuando ella le colgó que Franco tomó la decisión. Sin pensarlo más. Le pareció clarísimo.

Ahora entraba Ana, con ese paso que era casi un balanceo a un lado y otro. Vestía una túnica blanca de bambula hasta el piso, que a contraluz permitía ver sus piernas fuertes y bien contorneadas y su ropa interior de color oscuro. Colgaba del hombro su típico morral, hecho a mano con guardas pamperas. Franco le había regalado una cartera muy linda de cuero para un cumpleaños, pero ella jamás la usaba. Un día ella le había dicho que su morral era su ropero ambulante y que le daba pereza hacer el cambio de todos sus petates.

Franco se levantó de la mesa y tomándola de la cara le dio unos besos efusivos de cada lado de la boca.

—Tenía un jarrón en el horno —dijo Ana. —Es de un alumno y le dio mucho trabajo.

Cuando se acercó el mozo, Ana ordenó un cortado y una media luna rellena. Comentó que no había tenido ni tiempo de almorzar. Hablaron un rato de temas en común, sobretodo de lo que tenía que ver con la gente de la galería donde trabajaban y de la exposición que planeaban juntos para principios del mes entrante. La iban a hacer en el patio de la galería y estaban todos muy pendientes del pronóstico del tiempo.

—¿Tú no estás un poco desabrigada? —preguntó Franco —porque todavía está fresco.

El mordisco que Ana le había dado a la medialuna quedó como suspendido una milésima de segundo. Luego ella reanudó la acción y, con la boca llena le dijo:

—¿Te fijaste que siempre que me pongo esta túnica me preguntás lo mismo? Siempre.

Al decirlo pretendía sacar una servilleta pero salían pegadas unas a otras. Franco sonrió, viendo que ella no atinaba a cortarlas y le sostuvo el servilletero, alcanzándole las servilletas de a una.

—Me gusta cómo te queda, es muy sexy. Bastante transparente también, a trasluz digo.

—Ya veo: te molesta que se me transparente. Para mí que hay algo subconsciente. Habría que preguntarle a tu mujer, ella es la experta…

—Hablando de Mara

—Pero te voy a decir algo, —interrumpió Ana —no me pienso poner este vestido con algo abajo, perdería toda la gracia.

—¡Pero si yo no te lo critiqué! Au contraire. Cortemos con eso por favor.

Ana sacudió sus profusos rulos como asintiendo de poca gana y, suspirando, se puso a inspeccionarse las manos y las uñas. Siempre se encontraba algún pedacito de arcilla y ese día no fue la excepción. Se quejó de que por más que se lavara las manos, siempre quedaba algún resto y luego miró a Franco a los ojos. El le tomó una mano entre las suyas y le dijo:

—Ana, hoy es especial.

— Uy. Sabés cómo soy para las fechas ¿Me olvido de alguna?…

—Pas du tout. Lo que te quiero decir es que hace unas horas tomé una decisión. ¿Te la imaginás, no?

—Ni me digas ¿Te volvés a París?

—No, Ana, no. Pero me voy de casa sí, porque quiero que vivamos juntos. No soporto más a Mara, no soporto más estos encuentros furtivos, te extraño demasiado. Cuando te fuiste afuera para las vacaciones de julio creí enloquecer.

Ana retiró su mano abruptamente y se cubrió la boca con las manos.

—¿Pero, qué te pasa? ¿No estás contenta?

Ana suspiró y miró hacia afuera por la ventana. Una mujer mayor bajó de un auto y quedó saludando al conductor hasta que dio vuelta la esquina. Luego la señora se metió en la mercería. Una niña pasaba pegando saltitos, como un pájaro.

— Las veteranas y las niñas…—susurró Ana, meneando la cabeza, como siguiendo un hilo de pensamiento.

—¿Pardon?

— …quizás sean las únicas mujeres felices… o contentas como decís tú.

—Todas pueden intentarlo y tú más que muchas.

—No soy una de tus esculturas, Franco.

Mais bien sur! Me duele que digas eso.

—Es que a veces hay cosas que…. Años llevamos tratando este tema. Ahora, de golpe, Mara se terminó ¡Vamos arriba con Ana! A ver ¿qué será? ¿ de bronce, granito, piedra, mármol? ¿Y a Luisito lo separo del padre y ya está? No puedo, Franco.

—¿Quién habla de separarlos?

—Hay ciertas cosas que tú no podés entender. Las vacaciones de julio. Exacto.

—Me dijiste que me extrañaste.

—Sí, claro que te extrañé pero también fue un placer ver a Luisito salir de madrugada con el padre a juntar las vacas para el ordeñe, quedarme calentita en la cama, a la vuelta prepararles el desayuno…

—Hubiera sido importante que me lo comentaras. Siempre pensé que estabas segura de dejar a tu marido.

—No existen las seguridades, Franco. Ni las ganas de hacer esto o aquello y hacerlo así nomás. ¿Te fijaste en esa niña que pasó recién? Tenía ganas de saltar y saltaba. Aún si se hubiera puesto a hacer ruedas de carro de aquí a la esquina a nadie le hubiera llamado demasiado la atención, como máximo hubiera provocado unas sonrisas; pero nosotros no somos niños…

Franco sintió un vacío repentino en la boca del estómago, que le dolía como si le hubieran dado un puñetazo. Se quitó los lentes y separó la silla. Cruzó los brazos observando a Ana con la cabeza ladeada y un escozor insoportable en los ojos. Se hizo un silencio largo. Ana revolvía mecánicamente la taza vacía.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Querés ser la eterna heroína sacrificada de la historia, Ana? Y nosotros ¿dónde quedamos?

—Claro, para ti es tan fácil: los amantes huyeron juntos, fueron felices y comieron perdices… ¡Por Dios, Franco!¿Y mi hijo? ¿Él donde queda?

Ana apoyó los codos sobre la mesa y se sostuvo la cabeza con los dedos en la frente y los pulgares en las sienes. Cerró los ojos, queriendo acomodar los pensamientos que se le agolpaban como caballos desbocados. Los rulos desmarañados le tapaban parte de la cara. Esta vez Franco no pudo quebrar el silencio. Pero supo en ese mismo instante que un día iba a crear una escultura especial. Sería su obra máxima, una verdadera obra de arte y se llamaría “La femme en doute”.

2 comentarios:

  1. Ceci querida, siempre me movililizan tus relatos. Por falta de tiempo hace tiempo no viajo por estos "lares", pero hoy abri tu blog y no dejé de leer esta historia hasta el final. un beso !!

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